20 September 2011

200 AÑOS DE COMPROMISO DEL SINDICALISMO EUROPEO




Primeras aclaraciones.


Antes de entrar en materia quiero aclarar algo que me parece de interés. No voy a hacer un desarrollo histórico del sindicalismo porque no tengo las herramientas académicas y porque, en realidad, tampoco es mi papel. Lo que me propongo en esta conversación es plantearos una serie de reflexiones sobre los momentos más llamativos que, a mi entender, se han dado en todo ese largo proceso del movimiento de los trabajadores y del sindicalismo, como sujeto organizado. Los momentos más llamativos serían esas situaciones de corrimientos tectónicos que, eso sí, han tenido una importancia considerable. Por poner, de momento, un ejemplo: la gran autorreforma que
Joan Peiró, el gran dirigente anarcosindicalista catalán, se propuso y llevó a cabo trasladando la organización por oficios a las Federaciones de Industria. Este es un momento que, por su trascendencia, podríamos denominar tectónico.


Me propongo dividir esta conversación en dos grandes apartados. El primero trataría del siglo XIX, concretamente del sindicalismo europeo que prácticamente era el único realmente existente. La segunda parte versaría sobre la continuación de aquellos andares decimonónicos hasta nuestros días. Lo que no quiere decir que, en nuestra posterior conversación y debate, dediquemos –si os parece bien— un tiempo especial a las preocupaciones de hoy, de nuestros días, vale decir, al papel del sindicalismo en esta fase de innovación-reestructuración de toda la economía en el contexto de la globalización.


Una última aclaración previa: creo que los historiadores deberían revisar sus categorías de investigación sobre el movimiento obrero. Hasta la presente, salvo muy honrosas (aunque escasas) excepciones esta historiografía se ha caracterizado por analizar la vida y milagros de ese movimiento como si fuera una vida paralela a la de sus contrapartes; incluso las biografías de los grandes padres del movimiento de los trabajadores se han presentado, por lo general, escindidas de la biografía de sus oponentes, los patronos. Es como si el relato de la vida de Kasparov, el gran campeón del ajedrez, obviara la de sus contrincantes o no aludiera pormenorizadamente al desarrollo de tal o cual partida. Pues bien, a lo largo de mi intervención procuraré no caer en esa limitación. Pero el resultado no será todo lo bueno que sería menester. Mis limitaciones aparecerán en toda su crudeza, y ya de entrada pido benevolencia.



Primer tranco.



Lord Mansfield, presidente del Tribunal Supremo del Reino Unido, declaró en el último tercio del siglo XVIII que los sindicatos “son conspiraciones criminales inherentemente y sin necesidad de que sus miembros lleven a cabo ninguna acción ilegal”. La acusación de este magistrado, que será recurrente en toda la literatura liberal de la época, es que tales asociaciones intentan alterar el precio de las cosas, es decir, mejorar los salarios. Es el constructo jurídico que recorre el siglo XVIII, quedando sancionado por la Ley General de 1799, que prohibía taxativamente cualquier tipo de asociación, y que bajo diversas situaciones (de durísima represión) estuvo vigente en aquellas tierras hasta la década de 1870. Más allá de esta brutalidad, podemos sacar dos conclusiones. 1) Durante el siglo XVIII existen ya movimientos societarios en Inglaterra, asociaciones protosindicales de autodefensa, considerados como enemigos por parte de los poderes económicos y la coalescencia de éstos con la Magistratura. 2) La brutalidad de Lord Mansfield es el resultado de la derrota del Derecho de las corporaciones artesanas por el Derecho de las corporaciones mercantiles que, tras adquirir sólidamente el dominio de las relaciones económicas, desemboca en el territorio de las relaciones de producción, apoyadas con la fuerza coercitiva de los poderes públicos. De ahí que un lúcido
Karl Polanyi afirmara: “en lugar de que la economía se incorpore a las relaciones sociales, éstas se incorporan al sistema económico” [La gran transformación, en Fondo de Cultura Económica, 2003]


Estamos hablando de una gigantesca mutación de época, especialmente referida a los procesos de innovación tecnológica, que es el baricentro del desarrollo industrial a gran escala. Sus hitos más significativos son: en el año 1764 se crea la primera máquina de hilar; en 1769 la hiladora impulsada por fuerza hidráulica; 1776 Máquina de vapor como propulsor del fuelle de altos hornos que fue definida posteriormente por Marx como el agente principal de la gran industria pues en un abrir y cerrar de ojos se aplica a todo tipo de industrias; en 1785 el primer telar mecánico. La aparición del ferrocarril mejora las comunicaciones y, perdón por el esquematismo, es a aquellas épocas lo que Internet es a la nuestra. Las consecuencias de todo ello fueron, grosso modo: un aumento espectacular de la producción y la productividad, mediante la aplicación de las constantes innovaciones al proceso productivo; el crecimiento incesante y auto sostenido de la economía que provocará el modelo capitalista basado en la plusvalía. Lo que se ve favorecido por la ausencia de controles y de organizaciones que hagan de contrapeso. La consecuencia en las clases trabajadoras es dramática: condiciones infrahumanas de trabajo y vida, amplias masas en desempleo. Un epifenómeno que se dio en llamar el pauperismo. De todo ello Engels dejó escrito, a sus veintidós años, uno de los textos más emblemáticos del siglo XIX: La situación de la clase obrera en Inglaterra. De todo ello dará cuenta, en el terreno de la novela, Charles Dickens.


En la segunda década del siglo XIX, tras el final de las guerras napoleónicas –una época de hambrunas y desempleo crónico— se produce un acontecimiento dramático en Saint Peter´s Field, Manchester, concretamente el 16 de julio de 1819: unas ochenta mil personas se manifiestan pacíficamente en exigencia de mejores condiciones de vida y una reforma de la ley electoral y del Parlamento. La caballería cargó, sables desnudos en mano, contra la multitud: murieron 15 trabajadores y fueron heridos gravemente varios centenares. El historiador Robert Pool lo llamó la Masacre de Peterloo en negra alusión a la batalla de Waterloo. Retengamos el vínculo que establecieron aquellas organizaciones convocantes entre, de un lado, mejoras económicas y condiciones de vida y, de otro, la reforma política. Digamos, pues, que es un punto de referencia a las grandes movilizaciones, más tarde hablaremos de ello, de los Cartistas.


Existe información abundante, muy en particular la que recopilaron Sindey y
Beatrice Webb, que nos habla minuciosamente de los primeros andares de aquellas coaliciones de oficio y categoría a lo largo y ancho del Reino Unido. Y de las argucias de nuestros abuelos de aquellos tiempos: se reunían en la taberna (hous of call, que fue toda una institución del protosindicalismo británico) “para tomarse juntos una pinta de cerveza negra en una fiesta” y terminar hablando de sus problemas de todo tipo, según nos relata el mismísimo Adam Smith. Estas hous of call eran no sólo centros de organización sino también el lugar donde acudían los patronos para establecer las negociaciones, contratar a los trabajadores e incluso fundaciones benéficas y asistenciales.


Una gran parte de la historiografía insiste en el carácter localista de este asociacionismo. Ahora bien, vale la pena estar al tanto de todos los datos: si bien es cierto que el carácter local era lo que primaba, también es verdad que habían construido un sofisticado mecanismo de fondos de asistencia que atravesaba una considerable parte del Reino Unido. Este fondo común era un instrumento de solidaridad y socorro tanto a los miembros locales como a quienes de desplazaban a otros lugares en busca de trabajo, los “trabajadores errantes” (tramps): era la tramping society, estructurada por oficios, o –como diríamos en nuestros tiempos-- federaciones.


Junto a esos primeras sedes, las hous of call, donde nuestros abuelos estaban, por así decirlo, de prestado habían otras sedes –éstas de carácter estable— como la chapel (capilla) donde se reunían los tipógrafos. Era una organización informal presidida por un “padre”; sus miembros eran los brothers (hermanos) –nombre que todavía se utiliza para llamarse entre sí, de la misma manera que nosotros nos decimos “compañeros”. Se habrá notado el sentido religioso –no equivalente a clerical— de toda esa nomenclatura británica. Pero, a mi entender, ese sentido religioso, incluida la simbología de los estandartes y pendones por oficios era más bien una herencia de los gremios. Me permito un paréntesis y un salto en el tiempo: la historiadora norteamericana Temma Kaplan en su libro “Ciudad roja, periodo azul” (Península, 2003), referido a la Barcelona desde finales del siglo XIX hasta la guerra civil, dice notar una influencia religiosa en el itinerario de las manifestaciones obreras porque seguían el mismo recorrido que las procesiones de la Iglesia. Me permito ver las cosas de otra manera: si es lógico que el culto religioso hiciera sus liturgias públicas en el corazón de la city, no veo la razón de que el movimiento obrero se desplazara a la periferia, es de cajón que lo hacía en el centro de la ciudad como una exhibición de poder. Cierro el paréntesis.


De lo que hemos dicho hasta ahora se desprende ya el primer movimiento tectónico: el asociacionismo como elemento fundante de ese compromiso sindical desde hace doscientos años. Es un movimiento radicalmente nuevo que afilia a quienes voluntariamente se inscriben en él. Ya no se trata de movimientos compulsivos de composición genéricamente popular: es un corpus con vocación de estabilidad, trascendencia y sentido. Más todavía, el conflicto social que se origina es una disputa –de momento, tal vez, no suficientemente consciente-- de poderes para determinar los salarios y las condiciones de trabajo. Digamos, pues, que ese hecho societario nada tiene que ver con los viejos gremios, estructurados vertical y obligatoriamente, cuyos miembros son los dueños de los talleres. Es, por lo tanto, el primer hecho moderno del movimiento de los desposeídos. En resumidas cuentas, el asociacionismo y el ejercicio del conflicto social (no sólo ilegal sino perseguido sanguinariamente) es la expresión de la alteridad de aquellos primeros movimientos del que el sindicalismo confederal de nuestros días es su heredero.


Interesa traer a colación el carácter extrovertido de aquellos movimientos societarios de los trabajadores. Esto es, su relación con la cultura en sus más variadas expresiones: el teatro y los deportes, por ejemplo. Fundaron centenares de grupos teatrales de gran calidad, organizaron los primeros equipos de fútbol (algunos como el Arsenal, por ejemplo) y un sin fin de actividades. Vale la pena recordar la potente influencia manchesteriana en la ciudad de Terrassa como fruto de la presencia de los oficiales tejedores ingleses en esa ciudad catalana, que venían –digámoslo así— como monitores a nuestras fábricas textiles. Explica Tristam Hunt en su notable biografía de Friedrich Engels, El gentleman comunista (Anagrama, 2011), que me permito recomendar muy de veras, los actos culturales semanales en diversos clubs obreros de Manchester, llamada Algodonópolis en las crónicas de la época, con la presencia de importantes científicos de todas las disciplinas del saber. La expresión más sofisticadamente grandiosa fueron las Halls of Science, fundadas por los seguidores de Robert Owen, el socialista utópico. En una de ellas se reunían tres mil personas, tal como lo estáis oyendo, para escuchar a los oradores y, cada cual con su pinta de cerveza (siempre dicen los comentaristas que era negra) y, de paso, comentar las obras de los grandes poetas. Relata Engels que “a Byron y Shelley los leen exclusivamente las clases bajas; ninguna persona “respetable” podría, sin caer en el más tremendo descrédito tener en su escritorio las obras de Shelley”.


Es, por supuesto, un anticipo de lo que tendremos en España con la amplia red de ateneos obreros y masas corales, que organizaron nuestros abuelos catalanes anarcosindicalistas. Y de aquí podríamos sacar esta consideración: el buen uso social del tiempo libre, precisamente en aquellas épocas de extremada duración de los tiempos de trabajo. Dejo para otra ocasión algo que me inquieta: la colonización del tiempo libre, ahora entre nosotros, por la banalidad y la escasa relación colectiva de los trabajadores con la cultura.


No me detendré en la experiencia del ludismo. Fue, aunque muy estridente y contagiosa, de vida efímera, también en España que contó con dos sucesos: los incendios en Alcoi 1821 y en la fábrica Bonaplata de Barcelona, agosto de 1835. Hubo, también, otras acciones ludistas en Francia, Bélgica y Alemania pero, ya ha quedado dicho, tuvieron una vida fugaz. Se trató de una experiencia que no dejó huella en la acción del movimiento obrero y sindical. Cuestión diferente fue el cartismo.


La Asociación de Trabajadores de Londres, creada en 1836, fue la clave de bóveda de la gestación del movimiento cartista que, desde sus inicios, se procuró una eficaz política de alianzas, concitando el apoyo de algunos parlamentarios radicales. Creó el reputado periódico The Northern Star, que con una gran tirada, se convierte en la primera publicación del movimiento obrero organizado europeo y mundial. Les chansons de geste cuentan que quienes sabían leer se los leían a quienes no sabían. Lo que nos recuerda las posteriores andanzas de nuestro Anselmo Lorenzo por los cortijos andaluces. El movimiento cartista recupera, como hemos dicho antes, la experiencia que convocó a los manifestantes de Peterloo: el vínculo entre las reformas políticas y la mejora de las condiciones de trabajo y de vida. Fue un potente movimiento de masas en el sentido más lato de la palabra. Las reivindicaciones de signo político fueron, grosso modo, éstas:


Sufragio universal (a los hombres mayores de 21 años, cuerdos y sin antecedentes penales).
Voto secreto.
Sueldo anual para los diputados que posibilitase a los trabajadores el ejercicio de la política.
Reunión anual del parlamento, que aunque pudiera generar inestabilidad, evitaría el soborno.
La participación de los obreros en el Parlamento mediante la abolición del requisito de propiedad para asistir al mismo.
Establecimiento de circunscripciones iguales, que aseguren la misma representación al mismo número de votantes.


Estamos, como puede verse, ante unas exigencias maduras que indican que aquel movimiento heterogéneo del cartismo no sólo no es indiferente al cuadro político-institucional sino activo y beligerante. La influencia de esas gigantescas movilizaciones durante los diez años de efervescencia cartista: huelgas generales, gigantescas manifestaciones portando enormes cofres con las firmas de los trabajadores. Estamos hablando de una influencia de largo recorrido, a pesar de su derrota formal, no sólo en el Reino Unido y el resto de los países de su imperio sino también en el Continente. Derrota formal, digo. Porque acaba con el movimiento y con una parte de sus dirigentes encarcelados y deportados a Australia. Pero ello no impide que las secuelas de esa acción colectiva propicien en breve tiempo la promulgación de algunas leyes sociales (la jornada de diez horas, sobre el trabajo infantil, salud e higiene y la Ley inglesa de 1875, bajo el gobierno conservador (thory) de Disraelí que se consideró en su día como la afirmación de los valores democráticos frente a la opinión de los jueces tipo Mansfield. Esa ley sanciona que ni el sindicato ni el conflicto social eran ya “conspiraciones criminales”. La importancia de las disposiciones legales, en la década de los setenta, ha quedado expuesta por el historiador inglés G.F.H. Cole cuando afirma que “con todo fue el periodo más activo de todo el siglo XIX en lo referente a la legislación social” en su obra magna “Historia del pensamiento socialista”.


Segundo tranco


De lo referido se puede desprender que el movimiento cartista indicia la aparición de una nueva placa tectónica en el movimiento de los trabajadores en general y el movimiento sindical particularmente. 1848 es el año de la derrota formal del cartismo y lo es también de la aparición del Manifiesto Comunista de Marx-Engels. Nuestros dos amigos barbudos (alemanes ambos) toman carrerilla y ponen las condiciones de una nueva metodología. Es el declive del socialismo utópico (tal vez el adjetivo es una exageración) y la aparición del socialismo científico otra, me parece a mi, hipérbole que habrá que entender en clave mediática, de la que era un maestro el barbudo de Tréveris. Me permito una aclaración, tal vez innecesaria: cuando hablamos de la relación del cartismo con la política no nos referimos a vínculo alguno de tipo partidario (eso vendrá después en Inglaterra y el Continente) sino con la política en general. Posteriormente, cuando llegue el momento, hablaremos del partido lassalleano (de
Ferdinand Lassalle) y su relación con el sindicalismo europeo. En todo caso, el cartismo sugiere y propicia una nueva fase en el movimiento de los trabajadores del que sólo se apartará el anarquismo.

Entre 1873 y 1890 tiene lugar una crisis económica que en la época se conoce como la gran depresión. En esta época se quiebra el monopolio industrial inglés al aparecer otros países industrializados que compiten en el mercado internacional. Estas grandes mutaciones son analizadas por Engels, especialmente de manera brillante, en el “Complemento y apéndice al tomo III de El Capital” (1895), en la traducción de don Wenceslao Roces: la bolsa que, en 1865, era un elemento secundario, ahora se ha convertido en algo catedralicio; gradual transformación de la industrial en empresas por acciones; añádase a lo anterior las inversiones extranjeras…


Podríamos decir que, en el último tercio del siglo XIX se inicia un nuevo movimiento tectónico en la acción colectiva del movimiento obrero: 1) el sindicalismo deja de ser un fenómeno exclusivamente del Reino Unido y, gradualmente, se va estructurando de manera desigual en Europa, Estados Unidos, la Rusia zarista y algunos países asiáticos. Vale la pena relatar que en los Estados Unidos surgieron dos potentes organizaciones sindicales: la American Federation of Labor y otra llamada pomposamente Noble Orden de los Caballeros del Trabajo (King of Labor), una asociación realmente de masas y siempre confusa, que perdió parte de su predicamento cuando se negaron a convocar a la huelga el Primero de Mayo. En todo caso intentaron recuperar la imagen negociando con el presidente de los Estados Unidos la celebración del Labor day para contrarrestar la influencia del Primero de Mayo. De paso me permito una recomendación. Considero de interés el estudio del movimiento sindical norteamericano, a él le debemos los orígenes de las ásperas batallas por la reducción de la jornada laboral (las ocho horas) y la reanudación de aquellas movilizaciones en 1888 por parte de la AFL, dirigida por Samuel Gompers, que ensayaron una táctica muy interesante: cada año deberían producirse huelgas en una sola rama industrial, sostenida financieramente por el resto de los centros de trabajo que no iban a la huelga. También debemos a los norteamericanos el día Internacional de la Mujer trabajadora; de importancia no menor es el sindicalismo de la
Industrial Workers of the World, conocidos popular y afectuosamente como los woobly, (en las primeras décadas del siglo XX) por sus indiciaciones a algunos códigos de conducta de las primeras Comisiones Obreras. 2) El sindicalismo es un fenómeno muy ligado a la realidad de cada Estado nacional: recuérdese que estábamos hablando de los movimientos tectónicos. Y, finalmente, 3) La relación genérica del sindicalismo con el cuadro institucional se va convirtiendo en un vínculo muy estrecho con el partido socialista o laborista, donde –como el en caso español y otros— el nacimiento del sindicato es posterior y, casi siempre, creado por la organización política a la que se subordina. En pura lógica, un cambio de esta envergadura requiere una nueva mutación del sujeto social, que es el sindicalismo.

Hemos de decir las cosas por su nombre: las concepciones de Marx sobre el sindicalismo (es el primero que habla de independencia de los sindicatos) son derrotadas por los partidarios de Lassalle, el dirigente socialdemócrata alemán. No me resisto, por su importancia, a documentar esta afirmación. Habla Marx: “En ningún caso los sindicatos deben estar supeditados a los partidos políticos o puestos bajo su dependencia; hacerlo sería darle un golpe mortal al socialismo”. Tal cual. Se trata de la respuesta de nuestro barbudo al tesorero de los sindicatos metalúrgicos de Alemania en la revista Volkstaat, número 17 (1869) en clara respuesta a lo afirmado por Lassalle: “el sindicato, en tanto que hecho necesario, debe subordinarse estrecha y absolutamente al partido” (Der social-democrat”, 1869).


Y siguiendo sin pelos en la lengua, habrá que decir que también en la muy posterior cultura comunista se silencia (más bien, se meten las tijeras en) la formulación marxiana de la independencia del sujeto sindical. Convenía más la técnica del viejo socialdemócrata Lassalle. Que resumiendo se caracteriza por: 1) el partido es quien guía, ordena y manda; 2) de ahí se desprende la separación radical de funciones: el partido se dedica a todo, al sindicato sólo y solamente le incumbe la cuestión salarial y la reducción de la jornada de trabajo. Este es el esquema de la llamada correa de transmisión, el sindicalismo reducido a una prótesis del partido. El conflicto social es algo contingente que está al albur de las necesidades e intereses del partido llassalleano. Por decirlo con las sabias palabras de
BRUNO TRENTIN (el dirigente sindical italiano más fascinante de la segunda mitad del siglo XX): Esta separación de la política con relación a las vicisitudes del trabajo asalariado madura en esos años muy lejanos y configura un partido guía e intérprete de la “clase” con todos los nuevos dogmas que consiguientemente se derivan: la división de tareas entre partido y sindicato, la naturaleza fatalmente corporativa y sin salida política posible del conflicto social, el deseo de la aportación prometéica y liberadora que vienen “del exterior”, de la élite política. Allí se inició un camino que ha conducido, de un lado, a una concepción del partido político como entidad autorreferencial y, de otro lado, en definitiva, a un progresivo desinterés de la cultura de la izquierda en los debates sobre la morfología del conflicto social y sus evoluciones.


Una descripción que describe cómo debe ser la relación entre el partido y el sindicato que comparten in toto Lassalle, Guesde, Lenin, Pablo Iglesias, Palmiro Togliatti y todo el arco socialista y comunista. Lo sorprendente, y ya tendremos ocasión de comentarlo, es que la ruptura de la correa de transmisión, muchísimo más tarde, no vendrá de la mano los sindicalistas de matriz socialdemócrata sino de los comunistas: ahí están los nombres de Giuseppe Di Vittorio, Bruno Trentin y nuestro Marcelino Camacho. Pero todavía queda mucho trecho por recorrer.


La extendida idea de que el anarco-sindicalismo y el sindicalismo cristiano se libraron de esa supeditación al partido es equívoca. Los primeros estarán casi siempre o supeditados o interferidos por grupos externos; los segundos –por ejemplo, los casos belga e italiano en la componente cristiana— tendrán algo más que el manto protector de la Iglesia o de las diversas grupos de la Iglesia católica. Tal vez el caso que puede aparecer como una anomalía sea el inglés; en realidad son los sindicatos quienes crean el partido laborista y, una vez creado, pactan una especie de estatuto vinculante: el sindicato aporta una cantidad financiera suficiente y a cambio tienen garantizado un concreto cupo de miembros en el grupo parlamentario. No obstante, se mantiene la rígida separación de funciones: el partido lo cubre todo y al sindicato sólo le incumben los salarios y el tiempo de trabajo.



Tercer tranco



A finales del siglo XIX y muy principios del XX se puede constatar que el movimiento sindical es ya un fenómeno mundial, aunque desigualmente estructurado. Y ya empiezan a celebrarse los congresos sindicales internacionales. Lo más relevante sigue siendo el sindicalismo inglés que ahora está acompañado por el alemán, los norteamericanos y canadienses. Podemos hablar, con todas las cautelas de rigor, que ya han pasado los tiempos del protosindicalismo y del asociacionismo con tintes gremialistas. Se fundan las Camere del Lavoro italianas y la UGT española con las Casas del Pueblo, se fundan bibliotecas populares, masas corales, y toda una gigantesca panoplia que relató Bertolucci en su célebre película Novecento. Más todavía, empiezan a surgir especialmente en Inglaterra mecanismos institucionales de mediación del conflicto sociales, una experiencia que, tomada por los italianos, tendrá su más colorida expresión en la institución de los probiviri: los hombres buenos que mediaban para la solución de cada conflicto. Ahora bien, lo más significativo fueron las conquistas sociales que el sindicalismo alemán conquista en ese periodo finisecular: son las leyes del seguro público de salud, de accidentes de trabajo, de pensiones por discapacidad y las jubilaciones. Que promulgara Bismarck con la idea de separar a los trabajadores de la influencia del Partido socialdemócrata.


El sindicalismo se encuentra ahora ante nuevos desafíos: la aparición de la gran industria --que en el caso alemán, por ejemplo— se desarrolla en un tiempo veloz, surgen los grandes trusts monopolistas y una, cada vez mayor, relación de las industrias con los capitales financieros. Inglaterra, en esas condiciones, aunque sigue siendo (por así decirlo) la reina de los mares, observa cómo los Estados Unidos empiezan a disputarle muy seriamente esa primacía, y determinados sectores industriales (por ejemplo, la Química) interfieren el poderío británico. Está cantada una feroz lucha por los mercados de marcado carácter imperialista que va poniendo en un brete el carácter internacionalista de las organizaciones sindicales del Estado nacional.


Es un periodo convulso para el movimiento sindical y el pensamiento socialista europeo. De un lado, la primera década del siglo XX se caracteriza por una explosión de huelgas generales en Europa, también en España (concretamente en Barcelona); de otro lado, se abre una áspera disputa en el socialismo europeo sobre el desarrollo económico a cargo de dos grandes personalidades alemanas: Kaustky, todavía como jefe indiscutido de los marxistas ortodoxos, y Eduard Berstein, cabeza de filas de los, por decirlo esquemáticamente pero sin connotación ideológica, revisionistas. El sindicalismo alemán, como Jano bifronte, opta por una síntesis acomodaticia: oficialmente, en la literatura, son marxistas ortodoxos; en la práctica, se orientan con desparpajo hacia el revisionismo, insisto que no le doy a este término la tradicional connotación leninista.

Mientras tanto, un capitán de industria Frederic W. Taylor, ingeniero y economista norteamericano, va experimentando una nueva organización del trabajo que expuso ampliamente en su obra “Principles of Scientific Management” (1912), que será esencial a lo largo y ancho del pasado siglo. En menos que canta un gallo este libro se dio a conocer en todo el mundo, ya que el ingeniero estableció unas potentes redes de información con las universidades, facultades y centros de estudio de todo el planeta. Me permito un inciso: en realidad lo que el ingeniero americano plantea es una reactualización, eliminando el paternalismo y, en cierta medida, el humanismo, de las propuestas del científico francés Charles Dupont (1784 - 1873) que un estudioso como Taylor conocía sin lugar a dudas, pero al que nunca citó: son las cosas de algunos académicos. El taylorismo y posteriormente su maridaje con el fordismo abre un nuevo movimiento tectónico en la cultura del movimiento sindical e incluso de la política.


Los principios que caracterizan el taylorismo --en la industria, en los servicios y en las administraciones públicas-- son los siguientes: 1) Estudio de los movimientos del trabajador mediante su descomposición para seleccionar los "movimientos útiles", incluso los de tipo instintivo; todo ello con el fin de reconstruir la cantidad de trabajo veloz, exigible a cada trabajador, de manera que pueda mantener su ritmo durante muchos años sin estar fatigado. 2) Concentración de todos los elementos del conocimiento, del "saber hacer" --que en el pasado estuvieron en manos de los obreros-- en el management. Este deberá clasificar las informaciones y sintetizarlas; de todo ello sacará los elementos del conocimiento, las leyes, reglas y normas. 3) La substracción de todo el trabajo intelectual en el reparto de la producción, situándolo en los centros de planificación, con la separación "funcional" --entre concepción, proyecto y ejecución-- entre el centro del saber y la prestación ejecutiva e individual de cada trabajador que está aislado de todo grupo o colectivo. 4) Una minuciosa preparación, por parte del manager, del trabajo que hay que hacer y las reglas para facilitar su ejecución. Se elimina el "saber hacer" del trabajador que está substituido por las órdenes del manager; al trabajador se le especifica no sólo lo que hay que hacer sino cómo es necesario hacerlo y el tiempo fijado para ello. En definitiva, por lo que acabamos de ver, nos encontramos con un sistema organizacional que vincula estrechamente los fines y las formas. Parece claro que el ingeniero Taylor consolida determinadas tendencias ya observadas por Marx en sus aproximaciones a la relación hombre-máquina y organización del trabajo.

Así pues el taylorismo concreta el refinamiento más apabullante en la historia del trabajo humano de la interdependencia entre máquina, funcionamiento de la máquina y conducta humana, no concebido a la medida de la persona. Se trata, pues, de un sistema compacto que une en un todo la economía, la técnica y la ciencia aplicada y que guía en gran medida los comportamientos humanos.

Lo anteriormente dicho conforma el carácter orgánico del taylorismo, que fue elevado a la categoría de organización científica del trabajo no sólo por sus padres fundadores sino indistintamente por gentes tan contrapuestas como Lenin, Louis-Ferdinand Céline, Hitler, Henri Ford e, incluso, Antonio Gramsci; más todavía, como la única organización científica del trabajo por los siglos de los siglos y sin ningún tipo de alternativa contrapuesta al núcleo duro de su carácter orgánico. Dicho eterno "carácter científico" explicaba, según sus apologetas más extremistas, que la existencia de sujetos de control democrático de dicha organización de la producción era innecesaria y distorsionadora. Es suficientemente conocida la formulación de Taylor: "Los problemas relativos al estudio de los tiempos y la organización del trabajo se refieren a cuestiones científicas que no pueden estar sujetas a la actividad sindical". Un constructo que es elevado a categoría de teorema.


En los primeros andares del taylorismo los trabajadores y los sindicatos se opusieron a él. Incluso la poderosa CGT francesa le puso la proa … hasta que Lenin sacó el incienso. Nuestro abuelo Rabaté, un conspicuo dirigente de los metalúrgicos franceses, puso al taylorismo de vuelta y media. Cuando habló Vladimir Illich, ante la sorpresa general del público, lo bendijo con el mayor desparpajo de la subalternidad lassalleana. De aquellos polvos vinieron los lodos posteriores. El movimiento sindical mayoritario no criticaría nunca el “uso” del taylorismo sino su “abuso”. Lo que marcó profundamente toda una serie de sucesivas impotencias del sindicalismo y la izquierda política que –a lo largo del siglo XX— han coexistido con el carácter emancipatorio de tales sujetos sociales y políticos. Digamos, pues, que la historia de los movimientos sindicales en el pasado siglo se ha caracterizado, en mi opinión, por la coexistencia con el uso del taylorismo y su confrontación radical contra el abuso de dicho sistema de organización. Tan sólo encontraremos voces contrarias en los sindicalistas woobly y el movimiento consejista europeo; también Rosa Luxemburgo y Simone Weil, dos mujeres que representan la (diversa) “izquierda vencida” y en el mundo del cine la siempre obra maestra “Tiempos modernos” de Chaplin.


Pero el taylorismo no fue sólo un sistema de trabajo industrial. Mary Pattison escribió un libro, precisamente prologado por el mismo Taylor, “Los principios de la ingeniería doméstica” en el que las ideas de eficacia son aplicadas, incluso, a la forma de decorar, amueblar y organizar la propia vivienda. También el arquitecto Le Corbusier quería construir sus casas siguiendo los principios de la llamada racionalización científica


Decíamos que el movimiento sindical ha sido un formidable instrumento de tutela, pero no de transformación del trabajo asalariado. Cuestión ésta que retomaremos al final de nuestra conversación.


La gran pareja de hecho en la gran industria ha sido el taylorismo-fordismo, esto es, la alianza entre Taylor y el primer Ford. La cadena de producción pasa a ser (nos permitimos la licencia) el agente principal de la gran industria tomando el relevo a la máquina de vapor de Watt.
Me permito describir, grosso modo, los rasgos del fordismo:
Aumento de la división del trabajo y producción en serie e indiferenciada cuyo ejemplo más conspicuo es el coche Modelo T.
Profundización del control de los tiempos productivos del obrero (vinculación tiempo/ejecución).
Reducción de costos y aumento de la circulación de la mercancía (expansión interclasista de mercado) e interés en el aumento del poder adquisitivo de los asalariados.


Como no podía se de otra manera, así las cosas, se va consolidando la hegemonía norteamericana en lo atinente al gobierno de la fábrica así en los sistemas de organización del trabajo como en las técnicas manageriales con la importante ayuda de la sociología industrial y la psicología: los nombres de Elton Mayo y posteriormente Daniel Bell y Peter Drucker son representantivos de esas disciplinas.


Y en ese estado se va conformando una transformación tanto del trabajo asalariado como del productor que generarán nuevas chansons de geste: empieza a tomar forma una nueva vertebración orgánica del sindicalismo, esto es, su radicación física en el centro de trabajo como elemento central de su función tutelar en las condiciones de trabajo y de vida. Por ejemplo, la reducción de la jornada laboral se convierte en un banderín de enganche en el centro de trabajo; va tomando cuerpo la necesidad de la nueva vertebración orgánica en la fábrica; se van concretando, además, las obligadas auto reformas organizativas que, en España, se concretan con las propuestas de Joan Peiró en el famoso Congreso de Sans de la CNT: el traslado de los sindicatos de oficio a las federaciones industriales.


Digamos, pues, que el sindicalismo empieza a construir –de manera desigual y con no pocos titubeos— su presencia orgánicamente estructurada en la fábrica. Ya no quiere ser un movimiento de lo que Marx definiera como trabajo abstracto, sino de productores en el centro de trabajo, en la esfera de la producción.



En ese paradigma que provoca el taylorismo-fordismo surge una nueva disciplina jurídica, el Derecho del Trabajo que, desde sus inicios, provoca una discontinuidad en la relación entre el Derecho y las recientemente llamadas industrials relations, un término acuñado por el matrimonio Webb (que nosotros hemos dado en llamar relaciones laborales). A mi entender, los sindicalistas somos poco conscientes del gran papel que ha jugado el iuslaboralismo y del que, ahora con nuevas dificultades, sigue teniendo. Ahora bien, conviene precisas algunas cosas, siguiendo la palabra de los grandes maestros de dicha disciplina, Umberto Romagnoli. “El Derecho del Trabajo no nace para cambiar el mundo, sino para volverlo más aceptable”. Más todavía, se caracteriza por “dar y, simultáneamente, quitar la palabra a los trabajadores”, lo que le confiere una naturaleza anfibia. Lo que, todo hay que decirlo, no resta importancia a los padres (en sus orígenes tampoco tuvo madres, ni se preocupó de la mujer en tanto que tal) que, desde la República de Weimar organizaron los primeros andares del Derecho del Trabajo. También al final de nuestra conversación hablaremos de estos asuntos.


Estamos, ya en las primeras décadas del siglo pasado, en unos momentos de plomo para el sindicalismo. Luchas heroicas de los trabajadores que los sindicatos no saben o no pueden encauzar en Europa; los movimientos consejistas en Italia que desembocan en derrotas estridentes; el pistolerismo en Catalunya. Las luchas más emblemáticas de aquellos tiempos fueron: las huelgas generales en el Reino Unido, las ocupaciones de fábrica en Torino y, entre nosotros, la famosa huelga de La Canadiense, todo un símbolo por la jornada de los Tres Ochos: ocho horas de trabajo, ocho de ocio y ocho de descanso.


Como se ha dicho es un periodo convulso. La Gran guerra provoca una enorme conmoción en el movimiento socialista europeo que, mayoritariamente, vota los créditos de guerra y, ante el conflicto, se posiciona en función de los intereses belicistas de los gobiernos de turno; posterior escisión en los partidos socialistas que provocan la irrupción de los comunistas en la arena política que comporta ásperas divisiones en el seno de los sindicatos, mayoritariamente controlados por los socialistas. Periodo tremendo para el movimiento de los trabajadores y los sindicalismo de los Estados nacionales. Aparición del fascismo italiano y posteriormente el nazismo en Alemania que se concreta en una durísima represión contra todos los sujetos políticos y sociales que son ilegalizados. Sin olvidarnos del gran crack del 29 en Norteamérica cuyas consecuencias afectaron a medio mundo.


La única excepción en todo ese páramo es el sindicalismo de los países nórdicos y muy en especial el sueco. Que, desgraciadamente, no ha concitado apenas estudio entre los sindicalistas españoles de ayer y hoy. De hecho son ellos, junto al partido socialdemócrata, quienes ponen los cimientos de lo que más tarde conoceríamos como Estado de bienestar. Es más, antes de la Gran guerra consiguieron la jornada laboral de ocho horas. Ya en 1932 el sindicato y la patronal firman el famoso acuerdo de Saltsjöbaden, que establece un código práctico para regular la negociación colectiva y la regulación de las relaciones laborales y paulatinamente van consiguiendo una clara intervención en materias como el mercado laboral y las políticas sociales. Una de las personalidades de mayor relieve fue Ernst Wigfors con propuestas y realizaciones que más tarde popularizaría Keynes y otros en el Reino Unido. Más adelante también hablaremos de otras aportaciones del sindicalismo sueco.




Cuarto tranco


Tras la Segunda Guerra Mundial se construye un nuevo paradigma. De un lado, se recuperan las libertades democráticas y sindicales en Alemania, Francia e Italia; de otra, se ponen en marcha toda una serie de planes económicos y sociales: nacionalizaciones de importantes sectores estratégicos en el Reino Unido, Francia, Italia entre los más importantes, establecimiento de los salarios mínimos garantizados… Por lo general, el sector público va adquiriendo en cada país un considerable grosor. Ahora bien, tengo para mí que lo más significativo es que todo un elenco de importantes derechos, que antes habían sido ferozmente perseguidos, entran en las Cartas Magnas y los ordenamientos jurídicos: el asociacionismo sindical, la huelga, el derecho al trabajo y la salud, … El informe de Lord Beveridge pone los cimientos, con Keynes como fuente de inspiración, del Estado de bienestar que tiene como indicios lo que antes hemos explicado de los suecos. Llamativa es, en ese sentido, la propuesta del gran dirigente sindical italiano Giuseppe Di Vittorio con su planteamiento del Piano del Lavoro que se inspira tangencialmente en las políticas de lucha contra la crisis del presidente Roosvelt, concretamente lo que dio en llamarse el New Deal.


Esta nueva situación tiene importantes repercusiones en las condiciones de vida del conjunto asalariado. Se abre el periodo de los Treinta gloriosos (
1945-1973) es un expresión de Jean Fourastié que designa a un periodo de tiempo de una treintena de años en el que algunos países experimentaron una notable expansión económica y que, gracias al dirigismo alcanzaron su apogeo y se aproximaron al pleno empleo permanente. Muchos países vivieron lo que se llamó localmente el milagro económico. Son los años en que se inician los primeros síntomas de lo que posteriormente llamamos el neocapitalismo. No hace falta recordar que en España (también en Portugal) existe una feroz Dictadura que ha descabezado (incluso con la muerte) en la guerra y en años posteriores a los dirigentes sindicales y políticos: dos ejemplos, Joan Peiró, el tantas veces citado dirigente de la CNT y Lluis Companys, ambos fusilados.


Lo más novedosos de esta larga etapa son las grandes movilizaciones italianas de los sucesivos otoños calientes de finales de los sesenta y principios de los setenta con la aparición de nuevas formas de representación unitarias en los centros de trabajo, el resurgir de un nuevo movimiento de trabajadores en España en torno a Comisiones Obreras a mediados de los sesenta y las acciones de los sindicatos franceses, en el contexto del Mayo del 68, que concretan una importante victoria con la creación de las secciones sindicales en el centro de trabajo. Vale la pena recordar que, durante este proceso largo, surgen movimientos pansindicales de resistencia en los países del Este, por ejemplo en Polonia con Solidarnösc.



Si me detengo un poco en los avatares de Comisiones Obreras no es por orgullo de pertenencia. La razón es ésta: la discontinuidad que provoca en el sindicalismo español y la poco referida aportación de un sujeto sociopolítico que va practicando, no sin altibajos, su deseo de independencia y autonomía; más todavía, a su intervención propia en toda una serie de terrenos que, hasta aquellos momentos, estaban dejados en las manos de los partidos políticos. De ello hablaremos más adelante.

El movimiento de Comisiones tiene un `origen´ indirecto: las posibilidades legales que permite la Ley de Convenios colectivos de 1958. Dicho texto, aprobado por las Cortes franquistas de la Dictadura, abre la posibilidad de que, en los centros de trabajo de una determinada dimensión, los representantes de los trabajadores, elegidos en las elecciones sindicales, puedan negociar el convenio colectivo de centro de trabajo y, con más restricciones todavía, los acuerdos colectivos de ramo profesional. Naturalmente se trata de una legislación restrictiva en un contexto de ausencia de libertades democráticas; más todavía de dura represión de las mismas: una represión amplia que va desde los despidos patronales a las detenciones y encarcelamientos. Esta ley del 58 da voz (también la quita) a los jurados de empresa (la representación de los trabajadores) para poder negociar directamente con la patronal, substituyendo las reglamentaciones salariales que se decidían unidireccionalmente desde el Ministerio de Trabajo. Como es natural, la ley era una medida que necesitaba la peculiar forma de capitalismo de entonces que, a la chita callando, iba dejando de ser autárquico en España; por tanto, la medida convenía a las formas de desarrollo económico que, aunque muy retrasadas con relación a Europa, empezaban a disfrazarse de neocapitalismo a la española.De manera que, en la gran empresa, con sus particulares características prototayloristas, empiezan a crearse ciertas condiciones para la reivindicación, cuyo objetivo es el intento de negociación, y para ello es necesaria la auto-organización de los trabajadores. Los sindicatos democráticos clandestinos no ven –no pueden o no saben ver-- las novedades que se abren. Aunque no estoy en condiciones de aclarar el orden de prelación de estas dificultades, diré que los motivos de esta dificultad son los siguientes: 1) la represión política que sistemáticamente descabezaba todo intento de organización que, por lo demás, era clandestina; 2) la natural desconfianza con relación a las medidas de la Ley de convenios y la de las elecciones sindicales, y habrá que recordar que el planteamiento de los sindicatos clandestinos, en relación con ambas leyes, era de boicot. Ahora bien, apunto –desde luego, con los ojos de hoy-- a otra explicación que, hasta la presente, no ha sido ni siquiera insinuada.Pero, a mi juicio, lo más determinante era que el sindicalismo democrático tradicional –me permito esta absurda expresión, `sindicalismo´ y `democrático´ porque el sindicalismo sólo puede ser democrático— era, dicho de forma contundente, un sujeto externo al centro de trabajo. O, si se prefiere de una manera bondadosa, un sujeto parcialmente externo al centro de trabajo. Así pues, las centrales sindicales, anteriores a la guerra civil, eran unas organizaciones externas al centro de trabajo. Porque no consiguieron capacidad contractual en el interior de la fábrica. Así pues, las organizaciones clandestinas (UGT y CNT, perseguidas implacablemente por la dictadura, al igual que las fuerzas democráticas), además de ser lógicamente recelosas de los tímidos cambios que se iban operando, eran por situación (la clandestinidad) y por inercia (sujetos externos al centro de trabajo) organizaciones que no podían ver lo que estaba apareciendo en la realidad.

Mientras tanto, iba apareciendo un movimiento natural: ante cada problema surgían unas comisiones de obreros –unas comisiones obreras, que debemos escribir en minúsculas— que tomaban nota de las aspiraciones del personal, hablaban con la dirección e intentaban, negociando, sacar algo en claro para los trabajadores y sus familias. Conseguido el petitorio o agotado éste, de una u otra forma, el conflicto desaparecía la comisión obrera. Era pues un movimiento fugaz y pasajero. La novedad de estas comisiones de obreros (o comisiones obreras) es que eran un sujeto que estaba en el interior del centro de trabajo y, por lo tanto –ya fuera por necesidad, intuición o sentido común--, el análisis de aquel microcosmos y la reivindicación estaban en aproximada consonancia con los cambios que se iban operando. Comoquiera que no estamos aquí para establecer una cronología de los hechos, diré que se van incrementando las situaciones fugaces y pasajeras y, unas y otras, van adquiriendo una moderada estabilidad. Esto es, lo fugaz se va transformando en permanente. Las comisiones obreras acaban sacando unas mínimas ventajas de constituirse, en los centros de trabajo, en organismos que no se disuelven una vez acabado el conflicto, es decir, se mantienen en grupos estables y permanentes. Empiezan a ser Comisiones Obreras (así en mayúsculas).


El camino que se abre es: si somos un sujeto interno en la fábrica ¿qué orientación central se da a ese movimiento? ¿debe ser clandestino, semiclandestino, abierto? Un movimiento clandestino tiene, en teoría, la ventaja de ser menos vulnerable a la represión; en cambio si es abierto y público, la evidente ventaja es que la conexión directa con los trabajadores es, como hipótesis, mayor, aunque más vulnerable a los diversos tipos de represión. La solución a esta incógnita viene con una primera maduración de nuestras experiencias: el aprovechamiento de los resquicios legales que (parcialmente) posibilita la Dictadura y su combinación con formas ilegales o paralegales de acción colectiva. Por así decir, esta opción era más fiable que organizarse clandestinamente y, desde ahí, convocar por ejemplo un acto ilegal, como lo era la huelga, considerada como delito de rebelión. Por ahí fuimos, especialmente porque, en ese sentido, el comunismo español y catalán se esforzaron en que esa vereda era la más apropiada, y tenían razón. Entre paréntesis, diré que esta fue la orientación que Giuseppe Di Vittorio, a mediados de los años veinte, impuso al sindicalismo italiano en su lucha contra Mussolini, de un lado, y –según supimos posteriormente-- este camino fue el que intentó poner en marcha Joan Peiró, el gran dirigente de la CNT, en la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Cierro paréntesis. Aclaro, hasta donde yo me sé, nosotros no conocíamos los planteamientos de Giuseppe Di Vittorio ni nadie citó las orientaciones de Joan Peiró.Bien, se trataba de optar por consolidar la línea fuerza que, tendencialmente, era la expresión autónoma de aquel movimiento original que teníamos en las manos. Nuestro movimiento debía ser abierto y no clandestino, capaz de combinar las posibilidades de la legislación franquista con las formas paralegales e, incluso, ilegales. Naturalmente esta opción también estaba expuesta a la represión. Pero la solidaridad con los represaliados era mayor si el movimiento tenía esas características públicas.Soy de la opinión que la discontinuidad histórica que representa aquel movimiento es, precisamente, ser un sujeto interno del centro de trabajo. Lo demuestra la preocupación fundamental: la elaboración de la plataforma reivindicativa, basada (como se ha indicado anteriormente) en las condiciones de trabajo. Es, a partir de esta consideración, de donde se desprenden las originales características de aquella acción colectiva. Tal vez la primera sea la relación entre representatividad y representación de las ya Comisiones Obreras. Llamo `representatividad´ a la capacidad de asumir las anhelos de los trabajadores; y defino la `representación´ como el nivel de apoyo que tales trabajadores ofrecen, de manera fugaz o estable, a los grupos coordinadores de CC.OO., que es de lo que estamos hablando ahora. Ya que esos grupos son un sujeto interno en el centro de trabajo y, comoquiera, que hay un vínculo estrecho entre representatividad y representación, la conclusión evidente es la naturalidad del quehacer democrático y participativo de los trabajadores en aquella acción colectiva, en aquel movimiento. Es lo que he llamado, en otras ocasiones, la democracia próxima, vecina. La representatividad y la representación se concretan en la asamblea en torno a un bidón, un andamio, una mesa de despacho o un pupitre: la democracia próxima, vecina, que construye la plataforma reivindicativa y diseña el (hipotético) ejercicio del conflicto social. Ahí se dibuja la independencia de esa asamblea y el establecimiento de su propia autonomía. La independencia no como elemento en negativo, sino como expresión positiva de depender sólo y sólamente de la representatividad y representación que se ostentan cotidianamente. La auto-nomía como catálogo implícito de unas normas rudimentarias, aunque sólidas que consuetudinariamente se entienden con naturalidad como obligatorias y obligantes, no como mandato estatutario. Es decir, la independencia sindical no es el resultado de un constructo abstracto sino la consecuencia (y, a la vez, el origen) de la elaboración de la plataforma reivindicativa, decidida y apoyada en la asamblea de todos los trabajadores. Es, desde ahí, como se va edificando el andamio de la independencia frente a todos y todo lo que no sea el interés concreto de ese conjunto asalariado.Una prueba de la sofisticación de nuestro análisis aparece por escrito en la Asamblea de Orcasitas (Abril de 1967). Allí se dejó escrito que propugnábamos un sindicalismo de clase, independiente de la patronal y de todos los partidos políticos (incluidos los partidos obreros); que apostábamos decididamente por las libertades sindicales y el derecho de huelga en todos los países, con independencia de su carácter social e institucional. Estábamos afirmando que, incluso en el socialismo, el sindicalismo y el movimiento de los trabajadores debían ser plenamente independientes, autónomos y contar con el ejercicio de los derechos (incluida la huelga) de todo tipo.



Quinto tranco



Durante todo el proceso anterior, esto es, los “treinta gloriosos” el movimiento sindical está, por lo general, a la ofensiva. Tras la crisis del 73, la crisis del petróleo, surgen dos situaciones de cesura que se irán consolidando con el andar de los tiempos. De un lado, se va gestando una potente innovación-reestructuración de los aparatos productivos que es la madre de la globalización acelerada y, de otra, un equilibrio inestable en la relación de los sindicalismos europeos con sus contrapartes tanto institucionales como patronales. Frente a la cada vez más acusada interdependencia se estructuran la Confederación Europea de Sindicatos (a la que Comisiones Obreras nos incorporamos tardíamente) y más tarde la Central Sindical Internacional, de la que nosotros somos miembros fundadores; de otra parte ese equilibrio inestable, todavía de ofensiva, es capaz de construir un nuevo paradigma todavía insuficientemente estudiado: es la capacidad de intervención del sindicalismo con una extensión de su poder contractual en esferas que tradicionalmente se había autorresevado para sí papá-partido en la famosa y contraproducente división de funciones entre el partido lassalleano y el sindicalismo.



El sindicalismo (especialmente en Italia y, tras la legalización, nosotros españoles) interviene en amplios escenarios del Estado de bienestar: Seguridad Social, enseñanza, sanidad, etc. Que nos convierte en lo que podríamos denominar “legisladores implícitos”, que va redimensionando el papel de los partidos políticos, especialmente los considerados amigos del sindicalismo. La conclusión es que, tras esa nueva capacidad, el sindicalismo va adquiriendo un nuevo metabolismo que, desde su propio quehacer, va adquiriendo importantes zonas de propuesta: se va gestando la independencia y autonomía del sindicalismo así en Europa como en nuestro país. El ejercicio del conflicto social ya no está supeditado a las contigencias de la lucha política partidaria. Como botón de muestra está en España la nueva placa tectócnica que se consolida tras la famosa huelga general del 14 de diciembre de 1988. UGT, por ejemplo, ya no será como antes. Comisiones Obreras tampoco.




Ultimo tranco


El nuevo paradigma.Entiendo que hemos dejado atrás el fordismo tanto en su personalidad en el centro de trabajo como en la influencia social y de vida. La situación actual es radicalmente nueva. Algunos la calificamos –por pura rutina expositiva—“posfordista”; otros la denominan “sociedad informacional” (Manuel Castells); y, comoquiera que todo el mundo tiene un cierto deseo de ser puntilloso a la hora de las definiciones, hay quien la llama, también con fundamento, “capitalismo molecular” (Riccardo Terzi). Sea como fuere, el caso es que, definitivamente, el fordismo ha pasado a ser, en sus rasgos fundamentales, pura quincallería. No ocurre exactamente lo mismo con el sistema taylorista que parece disfrazarse de noviembre para no infundir sospechas. Es decir, el taylorismo sigue vigente, aunque sobre él han caído varias manos de pintura con la intención de hacerle la manicura y aparentar un cierto rostro humano.Ahora bien, tengo para mí que lo más visible es la potente innovación-reestructuración de los aparatos de producción y de servicios que, de manera acelerada y profunda, está laminando el mundo tal como lo hemos vivido a lo largo del siglo XX. Es más, soy del parecer que ahí está la madre del cordero del gigantesco proceso de globalización. Todo ello tiene sus vastas repercusiones en el universo del trabajo, en la condición asalariada y en cómo los trabajadores se perciben a sí mismos. Digamos que el sindicalismo es hijo putativo de una forma de capitalismo que hoy ya no existe. Acordemos que el sindicalismo se desarrolló esencialmente en el Estado nacional, que hoy ya no cuenta con los poderes de antaño. Convengamos en que el sindicalismo creció y se generalizó con el dedo índice apuntando al crecimiento ilimitado, que hoy se ve interferido por las muy serias amenazas medioambientales. Recordemos, además, que las grandes conquistas de civilización que consiguió el sindicalismo –junto a toda una serie de actores políticos, más o menos cercanos-- se dieron en el marco del Estado nacional como, por ejemplo, las protecciones públicas del welfare state, que hoy se ven interferidas por la innovación-reestructuración y el desvanecimiento de los grandes poderes de los estados nacionales.En realidad la impresión que tengo es que parecen subsistir, quizá de manera inconsciente, una vieja idea y una antigua resignación. La vieja idea: los cambios que están en curso son algo así como una conspiración contra los trabajadores y los sindicatos. La antigua resignación: la organización del trabajo es cosa de los poderes unilaterales del empresario; en esa tesitura, el sindicalismo contesta el abuso de la organización del trabajo que le viene dada, pero no el uso de la misma: tres cuartos de lo mismo que hacíamos en mis tiempos cuando contestábamos el abuso del fordismo-taylorismo, pero no su uso que también nos venía impuesto.Lo diré enfáticamente: el sindicalismo, al menos en las primeras décadas del siglo XXI, debe ajustar las cuentas con el paradigma tecnológico realmente existente. Ello quiere decir que debe intervenir en todo el escenario de la organización del trabajo. Ahí se mide, en primer lugar, la independencia y la alternatividad del sujeto social con relación a su contraparte. Medirse en el terreno de la organización del trabajo significaría abordar en la práctica real de la contractualidad el gran problema de la flexibilidad. Precisamente para conseguir que deje de ser una patología y se convierta en instrumento de autonomía personal. Me permito una observación que va más allá del carácter de letraherido que uno pueda tener: no debe confundirse la flexibilidad con la flexibilización.Estoy con Bruno Trentin cuando afirma: “El uso flexible de las nuevas tecnologías, el cambio que provocan en las relaciones entre producción y mercado, la frecuencia de la tasa de innovación y el rápido envejecimiento de las tecnologías y las destrezas, la necesidad de compensarlas con la innovación y el conocimiento, la responsabilización del trabajo ejecutante como garante de la calidad de los resultados… harán efectivamente del trabajo (al menos en las actividades más innovadas) el primer factor de competitividad de la empresa. Son unos elementos que confirman el ocaso del concepto mismo de `trabajo abstracto´, sin calidad, --como denunciaba Marx, pero que fue el parámetro del fordismo-- y hacen del trabajo concreto (el trabajo pensado), que es el de la persona que trabaja, el punto de referencia de una nueva división del trabajo y de una nueva organización de la propia empresa. Esta es la tendencia cada vez más influyente que, de alguna manera, unifica dadas las nuevas necesidades de seguridad que reclaman las transformaciones en curso) un mundo del trabajo que está cada vez más desarticulado en sus formas contractuales e incluso en sus culturas; un mundo del trabajo que, cada vez más, vive un proceso de contagio entre los vínculos de un trabajo subordinado y los espacios de libertad de un trabajo con autonomía”.
Ahora bien, abordar la flexibilidad (que ya no es un instrumento de contingencia sino de muy largo recorrido) quiere decir situar como elemento central de la organización del trabajo el instrumento de la co-determinación de las condiciones de trabajo. Alerto, no estoy hablando del instituto de la cogestión; estoy planteando la codeterminación. Debe entenderse por codeterminación el permanente instrumento negocial de todo el universo de la organización del trabajo que queremos que vaya saliendo gradualmente de la actual lógica taylorista. Es decir, la codeterminación como método de fijación negociada, como punto de aproximado encuentro, entre el sujeto social y el empresario, anterior a decisiones "definitivas" en relación, por ejemplo, a la innovación tecnológica, al diseño de los sistemas de organización del trabajo y de las condiciones que se desprenden de ella. Esa actividad permanente (esto es, cotidiana) le ofrece otra dimensión, itinerante, al convenio colectivo. Claro que sí, se está hablando de un nuevo derecho de ciudadanía social en el centro de trabajo, de un imprescindible acompañante de la flexibilidad que, por tanto, es plenamente negociada.Pero hay más, la codeterminación de las condiciones de trabajo (que no implica, por supuesto, confusión de los roles del sujeto social y del dador de trabajo) podría ser el instrumento que abordara globalmente –y no de manera parcializada— las condiciones de trabajo, que hasta la presente dan la impresión de ser abordadas como variables independientes las unas de las otras. Por ejemplo, la necesaria reordenación de los tiempos de trabajo, a través de la codeterminación, podría abordarse de mejor manera, no –como es costumbre inveterada— en tanto que variable desvinculada del resto de las condiciones de trabajo.En definitiva, lo substancial es que la acción colectiva del sindicalismo confederal se incardine gradual y plenamente en el nuevo paradigma postfordista o como quiera llamársele. Lo que, dicho a la pata la llana, expresaría que toda la acción contractual debe tener esa característica: estar insita en el nuevo paradigma de esta época axial. Una manera para ello sería el establecimiento de un compromiso de largo respiro: el Pacto social por la innovación tecnológica. Justamente para intervenir en toda la marea de la reestructuración in progress de los sectores de la economía toda. Imprescindible, por lo demás, para abordar los desafíos que nos presenta el welfare. ¿Por qué? Porque no es posible entrar de lleno en tan notables materias si no es a través de un nuevo enfoque. Un pacto social que, naturalmente, también comportaría un cuadro de derechos de nueva generación en lo que, a partir de ahora, llamaremos el ecocentro de trabajo. En suma, se trataría, en mi opinión, de un gran acuerdo con la misma voluntad estratégica que el sustentado, tiempo ha, que dio paso a los avances del Estado de bienestar.Diré que las políticas de welfare tradicionales han entrado en crisis, tal vez definitiva. Primero por los embates que recibe de los gigantescos procesos de innovación-reestructuración. Segundo porque la globalización le provoca enorme desajustes. Tercero porque las bases keynesianas y fordistas que le sustentaron durante tantos años ya no existen. Cuarto porque el aluvión (a veces desordenado) de peticiones que recibe no le permite sostenibilidad. No proceder a darle una nueva dimensión al welfare –esto es, mantener el edificio como si nada hubiera cambiado a lo largo del tiempo— hace que los ataques ideologicistas contra el welfare encuentren un caldo de cultivo. Porque, no se olvide, el claro interés del ataque neoliberal no es otro que procurar que los grandes capitales públicos se orienten hacia el bussines privado.En esas condiciones es imprescindible reordenar nuestro Estado de bienestar con la idea de que sea más fuerte y tuitivo. Primero, en una dirección que supere el carácter de resarcimiento que le caracteriza para darle una orientación de promoción. Segundo, vinculado –lo que quiere decir situar las compatibilidades de todas sus tutelas y promociones-- al hecho tecnológico. O, dicho con criterios negativos: no se puede mantener un welfare de naturaleza fordista, cuando este sistema ha pasado a mejor vida. Y, en parecida orientación: el mencionado Pacto social por la innovación tecnológica podría suponer una hipótesis plausible de más adecuada relación, estableciendo vínculos y compatibilidades, con el paradigma medioambiental. Lo que quiero enfatizar es: no habrá posibilidad de reconstruir el Estado de bienestar si no es a través de la puesta en marcha de un nuevo compromiso sociopolítico: el Pacto social por la innovación tecnológica.



Vamos a dejar las cosas aquí. La situación difícil que existe con este cúmulo de crisis superpuestas que arranca de la del 2008 no es motivo de esta ponencia.

27 June 2011

NO TENGAIS MIEDO A LO NUEVO

o Los retos del sindicalismo en España


Primer tranco.


El sindicalismo ha jugado un papel no desdeñable en los importantes y vertiginosos cambios que se han operado en los centros de trabajo, en la mejora de la condición de trabajo y vida del conjunto asalariado y en la sociedad: de manera directa y, podríamos decir, “en diferido”. De manera directa mediante su acción propositiva así en la negociación colectiva como en todas las vertientes de su práctica contractual; “en diferido” a través de la repercusión del ejercicio del conflicto social. Ello no empece que, junto a los avances y éxitos innegables, hayan existido –e incluso se mantengan-- indefiniciones e insuficiencias, distracciones y errores. Pero el “beneficio de oportunidad” –el valor de lo conseguido-- es ventajoso para el sindicalismo confederal. Lo que es conveniente recordarlo a todo el mundo: a los trabajadores, a la gauche qui rie y a la gauche qui pleure. No se trata de un impúdico exhibicionismo sino de mera constatación. Para muestra ahí va el siguiente botón de oro: el nivel de cobertura de la negociación colectiva española alcanza al 80 por ciento del conjunto asalariado. Lo que lleva a un apesumbrado Guillermo de la Dehesa a considerar que este es el primer problema (sic) de la negociación colectiva (1).


De igual manera debe decirse que, también en esta difícil coyuntura de crisis económica, el sindicalismo está haciendo –posiblemente el único sujeto colectivo-- un destacado papel.


1.-- Me dispongo a enhebrar mis reflexiones, ahora en mi condición de espectador comprometido, partiendo de un fundamento: la gran novedad de estos tiempos no es la globalización, sino la profunda, veloz y permanente transformación de los aparatos productivos y de servicios, que es la causa y el motor de la globalización. O, si se prefiere de manera más rotunda: la globalización es la consecuencia –dicho a la Polanyi— de la “gran transformación”. Si se parte de esta consideración es de cajón que el análisis y sus adecuadas conclusiones de acción colectiva están en la mirada en torno a los gigantescos cambios y mutaciones de época. Esto es, a las “causas primeras”.


2.-- Que se ha trascendido –al menos en la granempresa— el paradigma fordista (no así el taylorismo) es bien sabido por los sindicalistas. Otra cosa es que las prácticas sindicales se hayan instalado en la novedad del posfordismo. Es evidente que no. La pregunta que me inquieta es, ¿entonces, por qué se mantiene todavía la cultura sindical, digamos, fordista? A mi entender, la respuesta –como hipótesis, no como certeza— radica en la inadecuación de los instrumentos, esto es, en la representación así en el centro de trabajo como fuera del mismo. Es decir, en el conjunto de la arquitectura sindical.


En mi opinión, la representación adolece de dos insuficiencias o, si se prefiere, de dos retrasos. Uno, incluso tal como es, desde hace tiempo, no está referida a las grandes mutaciones que, dentro y fuera del centro de trabajo, indican la miríada de sectores que conforman el conjunto asalariado y el que se va conformando in progress. La representación sigue estancada, por lo general salvo excepciones en algunos ramos, en el trabajador-tipo que fue dominante bajo el fordismo: varón cuarentón, de empleo fijo y con una antigüedad de cierta consideración en el centro de trabajo. Es una representación, así las cosas, muy condicionada por los idiotismos de oficio. Dos, aunque tendencialmente es cierto que en la granempresa el modelo dual de representación va dejando paso al sindicato en tanto que tal, no es menos verdad que la inmensa mayoría de los trabajadores están presentes en la mediana y pequeña empresa donde el comité sigue ostentando ex lege el monopolio de la representación. Y comoquiera que el comité, por sus características, es un instrumento autárquico y en esos centros de trabajo también se expresan los efectos de la globalización de la economía, la representación es claramente asimétrica. Peor todavía, convierte al comité en un sujeto que es incapaz de disputar, en la medida de sus posibilidades, la globalización.


Por lo demás, la forma de la sección sindical (en la granempresa, mediana y pequeña) tiene las mismas caracteristicas concebidas y puestas en marcha en tiempos de la legalización del sindicalismo democrático en la primavera de 1977. Con lo que ha llovido desde aquellos entonces…


En esas condiciones, la mirada reivindicativa y propostiva del sindicalismo confederal tiene insuficiencias clamorosas. Lo que en tiempos pasados fue virtuoso hoy parece un círculo vicioso. En ese sentido parece conveniente acudir a dos referencias históricas. Una de tipo doméstico, casero; otra referida a nuestros amigos italianos.


Debemos a Joan Peiró la lucidez y coraje de haber planteado y, fatigosamente, conseguido hacer comprender a los confederales de la CNT que el sindicalismo de oficios era una antigualla y que, por tanto, era de primera necesidad reestructurar el edificio en base a federaciones de industria. Aquello costó Dios y ayuda, pero al final Peiró se salió con la suya. Por no hablar de nuestros amigos italianos: la vieja representación de las “comisiones internas” dejó paso –con no menos esfuerzos que los de Peiró en España— a los consejos de fábrica, surgidos de las potentes luchas italianas de finales de los sesenta y principios de los setenta. El protagonismo de los sindicatos italianos fue, tras el cambio de metabolismo de la representación, bien evidente.


Primera conclusión todo lo provisional que se quiera: debe haber una relación entre las actuales formas de representación y el estancamiento de los contenidos así de las plataformas reivindicativas como de lo acordado en los convenios y el resto de las prácticas contractuales. En base a ello considero que la morfología representacional de nuestros días es un mecanismo de freno para el sindicalismo. Y de la misma manera que anteriormente se ha hablado de “beneficio de oportunidad”, ahora podemos añadir que también podríamos hablar, metafóricamente, del “coste de oportunidad” (esto es, el coste de la no realización de una inversión).


3.-- Considero, por otra parte, que no se ha reflexionado suficientemente acerca del (necesario vínculo) entre el sindicalismo nacional y el de los grandes espacios: la Confederación Europea de Sindicatos y la Central Sindical Internacional.


Comparto plenamente la opinión de Isidor Boix: En mi opinión el desfase del sindicalismo que se autodenomina “internacional”, pero que no se atreve a definirse como “global”, tiene sus causas y sus raíces en los sindicalismos nacionales, aunque no es idéntico al también probable desfase de éstos. […] Los sindicatos nacionales creen poco, aún, en la importancia del sindicalismo global (al que siguen llamando “internacional”). Pero no porque sean “descreídos”, sino porque realmente no se ha asumido, ni desde el “Norte” ni desde el “Sur”, el “interés” (la necesidad seguramente) para todos los sindicalismos nacionales de uno global fuerte y coherente, capaz de plantear la movilización en torno a intereses comunes y a mediar y sintetizar en relación con los contradictorios. Esquematizando, los del Norte intentan preservar lo suyo como si no tuviera relación de interdependencia con la globalidad. Los del Sur se limitan demasiadas veces a la denuncia genérica de los males del capitalismo, del imperialismo, y de las multinacionales, como castradora justificación permanente de sus limitaciones (2).


Lo que nos conduce a: el sindicalismo global no es –no debería ser— la actividad de las organizaciones trasnacionales, sino fundamentalmente la que se practica (la que debería practicarse) en los estados nacionales. De esa manera el sindicalismo nacional sería un sujeto activo que disputa a sus contrapartes la globalización. Hablemos sin cortapisa: todavía no se ha encontrado el encaje (más bien, el sentido de la pertenencia concreta) del sindicalismo nacional en el global. Y la situación se mantiene de manera rutinaria: las organizaciones supranacionales son organismos mirados con lejanía por el sindicalismo nacional, y éste en sus prácticas colectivas mantiene unas determinadas tendencias autárquicas. Que el sindicalismo trasnacional en los últimos tiempos se esté consolidando, valientemente, como un sujeto movilizador no contradice lo anterior.


Tiene interés, además, la siguiente consideración: el sindicalismo trasnacional no cuenta con poderes, mientras que, en el caso europeo, la contraparte institucional (las instituciones europeas) dispone de importantes instrumentos y poderes. De ahí la extrema dificultad del sindicalismo de modificar la relación de fuerzas.



SEGUNDO TRANCO


Las entradas que en diversas ocasiones ha hecho Miquel Falguera en este mismo blog sobre la negociación colectiva me evitan tratar tan importante asunto. No obstante, me interesa abordar, aunque someramente, algunas cuestiones.


1.-- En primer lugar, aún a riesgo de seguir dando la tabarra sobre la representación y el vínculo con el conjunto de las prácticas negociales, diré que si (gradualmente) se procede al traslado de todas las competencias que monopoliza el comité de empresa al sindicato podría establecerse un hiato entre la política general del sindicato y su praxis en el centro de trabajo. Por supuesto, como hipótesis. Sólo desde esa nueva asunción será posible establecer las compatibilidades entre lo particular y lo general con relación al Estado de bienestar y un proyecto general de innovación tecnológica: lo uno y lo otro vinculado a la defensa y promoción del (único) medioambiente. Se advierte amistosamente que un proyecto no es un zurzido.


En segundo lugar, pienso que las políticas contractuales, tal como las hemos conocido, han agotado el impulso que hubieran podido tener en tiempos lejanos. La razón de fondo es: sus reiterados contenidos están desubicados del nuevo paradigma postfordista, y como consecuencia de ello de ninguna de ellas ha surgido un proyecto modernizador para las relaciones laborales, la economía y la reforma de la empresa. ¿Qué alternativa, pues, existe al agotamiento (ya definitivo a los contenidos de esas políticas contractuales? Como discurso general se orientarían en tres grandes escenarios.


Primero, el Pacto social por la Innovación tecnológica. ¿Qué gran novedad exige este acuerdo? Digámoslo en palabras de Bruno Trentin: “El uso flexible de las nuevas tecnologías, el cambio que provocan en las relaciones entre producción y mercado, la frecuencia de la tasa de innovación y el rápido envejecimiento de las tecnologías y las destrezas, la necesidad de compensarlas con la innovación y el conocimiento, la responsabilización del trabajo ejecutante como garante de la calidad de los resultados… harán efectivamente del trabajo (al menos en las actividades más innovadas) el primer factor de competitividad de la empresa”. Para intervenir el sindicalismo, con su propia alteridad, necesita un nuevo instrumento de poder y control, concebido como derecho en esta fase de largo recorrido de innovación-reestructuración: la codeterminación. Entiendo por codeterminación el permanente instrumento negocial de todo el universo de la organización del trabajo que queremos que vaya saliendo gradualmente de la actual lógica taylorista. Es decir, la codeterminación como método de fijación negociada, como punto de aproximado encuentro, entre el sujeto social y el empresario, anterior a decisiones "definitivas" en relación, por ejemplo, a la innovación tecnológica, al diseño de los sistemas de organización del trabajo y de las condiciones que se desprenden de ella. Esa actividad permanente (esto es, cotidiana) le ofrece otra dimensión, itinerante, al convenio colectivo. Claro que sí, se está hablando de un nuevo derecho de ciudadanía social en el centro de trabajo, de un imprescindible acompañante de la flexibilidad”””. Fin de la cita.


Así las cosas, el pacto social por la innovación tecnológica no es exactamente un momento puntual sino un itinerario de largo recorrido. No es un cartapacio generalista sino un entramado de contenidos en el centro de trabajo, en la empresa-red, en todos los sectores de la producción y los servicios, incluido un elenco de derechos de ciudadanía social en el centro de trabajo acordes con dicha innovación tecnológica. Todo ello capaz de provocar una modernización sostenida. Por cierto, téngase en cuenta una novedad que ha pasado un tanto desapercibida: algunas deslocalizaciones apuntan, como es el caso de Alston, a un reenvío al exterior de la la tecnología y no, como hasta la presente, por motivos salariales o de costes laborales.


Segundo, la elaboración de un Estatuto de los Saberes, acompañando a lo anterior, O sea, una estrategia global de redistribución del acceso a los saberes y a la información, democratizando la revolución digital y tecnológica. Lo que tiene su máxima importancia en estos tiempos que necesitan que el sindicalismo (y la política) valore el capital cognitivo en todas sus intervenciones; una batalla a la que, lógicamente, hay que implicar a los poderes públicos. Y comoquiera que no hay batalla sin su correspondiente bocina mediática, propongo el siguiente lema: “Más saberes para todos”. Es, además, una movilización contra la ampliación de la brecha digital que puede hacer estragos (3). No quiero rehuír la responsabilidad de indiciar algunos, todavía insuficientes, apuntes. A grandes rasgos podrían ser: a) la formación a lo largo de todo el arco de la vida laboral, b) enseñanza digital obligatoria y gratuita, c) acceso gratuito a un elenco de saberes por determinar, d) años sabáticos en unas condiciones que deberán ser claramente estipuladas. Esta temática no puede ser obviada por el sindicalismo confederal, y ni siquiera parecería arriesgado suponer que su eficacia y utilidad depende de su capacidad para enfrentarse a ella. Más todavía, la importancia del saber como medio de producción es directamente proporcional a la complejidad del proceso productivo. Y si como recuerda Juan- Ramón Capella, en un trabajo de 1977, “las clases dominantes se reservan el acceso a los lugares de cristalización del saber nuevo”, la acción colectiva del sindicalismo debe disputar, explícitamente ese acceso (4).

2.— El sindicalismo es un sujeto colectivo orgullosamente democrático. Lo avalan tanto sus prácticas como las normas estatutarias. El problema no está en la democracia sino en los hechos participativos. El quid de la cuestión está en que la innovación tecnológica ha introducido una serie de novedades: de un lado, algunas de ellas interfieren la realización de las asambleas presenciales; de otro lado, la facilidad que ofrece la innovación no ha sido utilizada, por lo general, plenamente por el sindicato. De ahí que podríamos decir que, en esas condiciones, la praxis sindical es más de delegación que de participación. A tal efecto vale la pena traer a colación las palabras de Pietro Ingrao: “En mi experiencia, representación ha sido algo muy diferente de delegación. La entendía como relación entre sujetos” [Indigarsi non basta, Aliberti, 2011].


Creo que las condiciones están suficientemente maduras para implicarse en una nueva acumulación de democracia deliberativa mediante el ejercicio normado de hechos participativos, usando a fondo las innegables potencialidades que nos brinda la tecnología. Y no tanto como mera y esquemática consulta sino como democracia deliberativa capaz de aprehender los conocimientos del conjunto asalariado: el más preparado que hemos tenido el sindicalismo español a lo largo de nuestra historia. En resumidas cuentas, poniendo en el centro de nuestra actividad participativa la idea de la “soberanía social”: la voz colectiva del conjunto asalariado que indica, implícita o explícitamente, el sentido general y la orientación concreta al sindicato. Tanto para los procesos negociales como para el ejercicio del conflicto, ubicados ambos en el paradigma postfordista. Entonces, cabría preguntarse: ¿cuál es el papel, así las cosas, de los grupos dirigentes? Perdón por la tautología: dirigir, dirigir con nuevo estilo, propiciando una verdadera democracia de mandato.


Los grupos dirigentes, centrales y periféricos, no son sujetos pasivos que están a la espera de los procesos deliberativos. El nuevo liderazgo fuerte expresaría la capacidad de propuesta de un proyecto postfordista y su pormenorización, así en los momentos negociales como en el desarrollo del conflicto, la intermediación entre las diversas opciones que expresan las distintas subjetividades, dentro y fuera del centro de trabajo. Es decir, los grupos dirigentes propiciando una mayor representatividad del mundo del trabajo: de sus demandas y articulaciones profesionales, de género, sociales, culturales, étnicas, de su rico y cambiante pluralismo político. En palabras directas, buscando una nueva legitimación del sindicato general (que se estructura confederalmente) mediante una efectiva representatividad de los intereses de unas clases asalariadas cada vez más diversificadas en sus condiciones de trabajo y de vida. Justamente lo contrario de un proceso asambleario invertebrado. Una relegitimación que esté en condiciones de disputar el poder autoritariamente unilateral del ejercicio monopolista del empresario en el centro de trabajo: una desincronía entre el modelo de poder de la empresa y las nuevas formas de organización del trabajo, docet Miquel Falguera. Una relegitimación sindical, en suma, capaz de disputar la relegitimación empresarial; de esa manera la acción colectiva del sindicalismo matizar (y, a la larga cambiar) el secuestro que la economía ha hecho de la política. Es decir, establecer el conflicto organizado, de ideas y prácticas, contra “esa epifanía del entrepreneur”, según nuestro Antonio Baylos.


Tercero. El centro del Pacto social por la innovación tecnológica, la nueva praxis contractual y los hechos participaptivos tienen una estrella polar: la dignidad de la persona que trabaja, que quiere trabajar y vivir en un mundo sostenible. Hablando en plata, la humanización del trabajo y la rehabilitación del trabajo creativo. Se trata de una movilización de ideas y hechos concretos que el sindicalismo debe proponer, como sujeto extrovertido, a todo el vecindario de la ciudad democrática: las izquierdas políticas, los movimientos sociales y el mundo de la intelligentzia. El sindicalismo español está en condiciones de esas tareas.


Cuarto. El sindicalismo confederal español tiene unas buenas dosis de sujeto extrovertido que se ha ido acentuando en los últimos tiempos con motivo de la lucha contra la llamada reforma laboral y el llamamiento a la huelga general del 28 de septiembre pasado. Lo prueban sus relaciones con el asociacionismo progresista y los colectivos que se sumaron al conflicto.


La novedad de este sujeto extrovertido es que, de un tiempo a esta parte, se han promovido no pocos encuentros con una parte de ese asociacionismo, no ya para aunar esfuerzos de cara a la protesta sino con la idea de dialogar, de poner las bases de una relación estable capaz de compartir diversamente toda una serie de proyectos para transformar el trabajo. Así lo denota la actividad incesante –casi espasmódica, se diría— de la Fundación Primero de Mayo. Basta echar un vistazo su web (
http://www.1mayo.ccoo.es/nova/) para estar al tanto de sus actividades con el mundo académico, del arte, de las ciencias y las humanidades.


En resumidas cuentas, ya no se trata de relaciones a la búsqueda de aliados para ensanchar la adhesión al conflicto social, sino de búsqueda común de una suma de proyectos que objetivamente tienden a transformar el trabajo. Esta nueva relación con la ciencia reporta, obviamente, utilidades a la acción colectiva del sindicalismo confederal. Un ejemplo, entre otros tantos, es no ya la relación sino el vínculo con el mundo del iuslaboralismo.


Hemos de condecir que ese es un buen y provechoso camino. Porque el sindicalismo, en solitario, no puede transformar el trabajo. Su acción colectiva es importante, pero no basta. Y, tal vez, sea esta la condición que ha llevado al sindicalismo a acentuar su característica de sujeto extrovertido.


Por otra parte, esta nueva biografía sindical posibilita el establecimiento con las categorías profesionales de técnicos, mandos y cuadros. En estos sectores es donde se percibe, claramente, el déficit de representación del sindicalismo. En esos sectores se es menos sindicato general y existe un déficit de confederalidad.


Posiblemente no hemos visto el rompimiento de la alta dirección de la empresa con esos importantes colectivos: la ruptura del, digámoslo así, pacto de fidelidad mutua entre el alto management y la gran masa de los ingenieros y cuadros. Así, pues, se trataría de transformar el tradicional coste de oportunidad en el beneficio de oportunidad.



TERCER TRANCO


Pienso que es preciso volver a la carga con respecto a la unidad sindical. Sin precipitaciones, naturalmente. Pero sin posponerlo a un improbable momento asintótico. Porque hoy han desaparecido las principales razones que podrían justificar la inexistencia de un sindicato unitario, plural.


Han ido desapareciendo gradualmente los vínculos que ligaban a los sindicatos con los partidos amigos. Comisiones Obreras y UGT comparten habitación en la casa europea de la CES. Ambas organizaciones se están frecuentando cotidianamente en los procesos negociales y en el ejercicio del conflicto. Se podría decir con aproximado fundamento que esta forma de buena vecindad es la principal causa del prestigio que tiene el sindicalismo confederal español desde hace ya algún tiempo. De ahí el visible beneficio de oportunidad para unos y otros y, por extensión, para todos. Y, sin embargo, es ahora cuando menos se habla de la cuestión unitaria. Seguro que no estamos ante un abrenuncio: tal vez de un exceso de prudencia; de rutina, posiblemente. Ni siquiera, que se sepa, hay cuchicheo alguno.


Tengo para mí que los tiempos están maduros para reiniciar el debate sobre la unidad sindical. Para ello tendremos que considerar lo que relaciona al conjunto asalariado, en todas sus diversidades, es de tipo social, no político ni ideológico. A mi juicio esta es la argamasa de la construcción de los procesos unitarios. Y es la que debería volver a proponer el nuevo itinerario de la búsqueda de la unidad sindical orgánica.


No se trata de hacer una excursión al pasado, sino –parafraseando a Pereira— de frecuentar el futuro que va siendo cada día que pasa. Con una pedagogía hacia la juventud que se crecido en la existencia de dos sindicatos y en ayunas de un debate por la unidad sindical.


Tengo para mí que las palabras de Toxo en la clausura del último congreso confederal –“Ugt es para nosotros algo más que un aliado”— no han tenido continuidad. No han frecuentado el futuro de cada día que pasa. Porque, si Ugt es algo más que un aliado, ¿qué es exactamente?, ¿qué somos nosotros exactamente para Ugt? Primero, somos dos coaligados que, en determinados momentos, somos indiferenciables? Así las cosas, ambos son el germen potencial de ponerse de acuerdo en la construcción de una arquitectura común, sabiendo que el objeto de todo ello no es el sindicato sino el beneficio de oportunidad de estar juntos-entre sí.


Abramos, pues, una investigación acerca de las preferencias en esa dirección del conjunto asalariado. Por algún sitio habremos de empezar.



APOSTILLA FINAL


En dos grandes ocasiones congresuales Luciano Lama, aquel ciclón de la CGIL, exhortó a los congresistas con un “no tengáis miedo a los cambios” y “el miedo no es una virtud”. Tres cuartos de lo mismo nos podemos decir a nosotros mismos. Posiblemente Lama tenía en la cabeza que las grandes organizaciones tienen una tendencia natural a la inercia. No es eso exactamente lo que ocurre en la empresa.


Aunque sé sobradamente – quiero decir por experiencia propia-- que los sindicalistas somos bastante picajosos, quisiera decir, abruptamente, que la empresa ha cambiado más que las propias organizaciones sindicales. En ella se ha operado lo que dejó sentado en 1848 el famoso barbudo de Tréveris: el incesante revolucionar de las fuerzas productivas.


No tener miedo a insertar toda la praxis sindical en el nuevo paradigma postfordista. No tener miedo a ensayar nuevas formas de representación. No tener miedo a propiciar una nueva acumulación de hechos participativos como expresión de la “soberanía” del conjunto asalariado en aquellas cuestiones que le afectan en su condición trabajadora.


En muy resumidas cuentas, para que el sindicalismo confederal no caiga en las penalidades de Sísifo es conveniente que revise a fondo la herencia recibida por las generaciones anteriores. Nosotros, los “de antes”, somos no poco responsables de las asimetrías, lagunas y gangas que todavía se mantienen. Romperlas y darle nuevos vuelos al sindicalismo es, a mi entender, una tarea urgente. Sin lugar a dudas: para renovar la alteridad del sujeto social. Incluso sin la presencia de este fuerte temporal de la crisis, el sindicalismo tendría ante sí toda una serie de desafíos, probablemente tan gigantescos como los acontecimientos que provocaron los primeros andares de los movimientos sindicales europeos a primeros del siglo XIX y el periodo de transición que supuso la puesta en marcha del, primero, taylorismo y, después, del fordismo. Por así decirlo, el sindicalismo confederal se encuentra ante un desafío de grandes proporciones, a saber, cómo resolver las enormes asimetrías en las que está envuelto en esta época que, siguiendo metafóricamente a Karl Jaspers, no dudaría en calificarla de `civilización axial´. Lo curioso del caso es que, en gran medida, todas estas cuestiones se apuntan en la literatura solemne de los congresos. El problema está en el momento de la verdad, en su traslado a la negociación colectiva y el resto de las prácticas contractuales. Cuando la literatura oficial se convierta en práctica real, el sindicalismo habrá dado un paso de grandes proporciones.




(1)
http://elcomentario.tv/reggio/problemas-de-la-negociacion-colectiva-de-guillermo-de-la-dehesa-en-negocios-de-el-pais/03/04/2011/

2) Isidor Boix y López Bulla conversan sobre el sindicalismo global:
http://togapunetas.blogspot.com/2010/05/isidor-boix-y-lopez-bulla-conversan.html




(3)
http://lopezbulla.blogspot.com/2006/01/pacto-social-por-la-innovacion.html



(4) Postfacio de Juan-Ramón Capella a “La burocratización del poder” de Bruno Rizzi [Península, 1977].