13 October 2008

SINDICALISMO Y POLÍTICA

EL SINDICALISMO Y SU RENOVADO INTERÉS EN LA POLÍTICA

José Luis López Bulla*

Primero

Antonio Baylos revisita con punto de vista fundamentado las relaciones del sindicalismo con la política en
http://baylos.blogspot.com/2008/05/el-sindicato-debe-interesarse-por-la.html Comoquiera que el asunto tiene su miga me lanzo pastueñamente a la arena, aceptando el desafío que implícitamente plantea nuestro buen amigo blogista. Este es, como se sabe, un tema recurrente que nos viene desde los primeros tiempos del sindicalismo recorriendo todo tipo de guadianas y meandros.

En un principio fue la hipóstasis y subalternidad del sindicalismo ante el hecho político partidario; más tarde fueron los tímidos intentos de zafarse de la madre putativa, y –andando el tiempo de manera fatigosa— la tan complicada como áspera búsqueda de la autonomía e independencia sindicales. El inicial problema no era exactamente, en mi opinión, la subalternidad del sindicalismo hacia el partido sino algo de más enjundia: la supeditación del conflicto social a las contingencias de la política, interpretadas por Papá-partido; precisamente para que así fuera, se precisaba un sujeto ancilar: el sindicalismo a quien se le situaba sólo en las tareas del “almacén” (1). Pero tantas veces se rompió el cántaro cuando iba a la fuente que, en un momento dado, el sindicalismo dijo con voz aproximadamente clara: hasta aquí hemos llegado. Y el sindicalismo dejó de frecuentar su pasado subalterno y, quitándose los pantalones bombachos, se puso de largo, buscando una personalidad intransferible. Así pues, la discusión hoy no puede basarse esencialmente en aquello que, no hace tantos años, se denominaba pomposamente “las relaciones partido y sindicato”. El debate en estos nuestros tiempos de ahora mismo es “el sindicalismo y la política”. O, por mejor decir: el sindicalismo en la política. De ahí que, según entiendo, Antonio Baylos haya denominado certeramente sus reflexiones así: “El sindicalismo debe interesarse por la política”.

Cuando afirmamos que el sindicalismo es un sujeto político nos estamos refiriendo a su carácter de agente que interviene en las cosas de la vida de la polis. El avezado lector sabe que no lo equiparamos al partido político; así pues en ese sentido no hay que insistir más. Ahora bien, parece razonable traer a colación en qué escenarios políticos interviene el sindicalismo. Dicho grosso modo en dos “territorios”. Primero, en la relación que se establece entre la contractualidad (en su sentido más amplio) y la economía. Y segundo, en las cada vez más amplias esferas de intervención en las cuestiones del welfare que, hasta la presente, estaban, por así decirlo, monopolizadas por los partidos políticos. En ambos planos interviene el sindicalismo con sus propios proyectos, códigos e instrumentos. Yendo por lo derecho: desde su independencia y autonomía propias. Y, a mayor abundamiento, es desde ahí donde el conflicto social se ejerce al margen de las contingencias de la (convencional) política partidaria, la de los partidos. O, si se prefiere de manera tan conocida como castiza: la acción colectiva sindical ni es “balón de oxígeno” con relación a Zutano ni es flagelo vindicativo contra Mengano. Es el resultado de lo que conviene a una amplia agrupación de intereses, según la interpretación independiente y autónoma del sindicalismo.

Si no pocas de las importantes reformas que se han operado (tanto en Europa como en España) son, también, obra del sindicalismo, tendremos que hablar claramente que esa labor le caracteriza especialmente como agente reformador. Me ahorro, por innecesario en esta ocasión, describir el elenco de reformas que, junto a otros o él como protagonista principal, ha puesto en marcha; incluso cuando ha actuado como deuteragonista o figurante cumplió con su función de agente reformador. Pues bien, si le echamos un vistazo al almacén de las reformas y su concreción en bienes democráticos, estamos en condiciones de afirmar que se han orientado en un sentido inequívocamente progresista. Cuestión diferente –aunque esto es harina de otro costal— es el uso social de algunas conquistas [reformas], pero este asunto, un tanto descuidado, no cabe en estas líneas (2).

El almacén de reformas que autorizadamente se puede atribuir al sindicalismo europeo y español hace que el concepto vertido por algunos conspicuos dirigentes sindicales, eméritos o con mando en plaza, de que el sindicato no es “de derechas ni de izquierdas”, sea –dicho amablemente-- una chuchería del espíritu. Y, desde luego, estamos en condiciones de afirmar que tal constructo está desubicado del almacén de reformas que se ha ido construyendo --también las más recientes en torno a derechos inespecíficos-- contra el viento y la marea de los que siempre se opusieron. Así pues, soy del parecer que “no ser ni de derechas ni de izquierdas” significaría que el carácter de las reformas es de naturaleza neutra y que el significado del conflicto social para conseguir las conquistas fue técnico. Ni lo uno ni lo otro son equidistantes de Anás o Caifás, ni significaron tampoco indiferencia alguna por parte del sindicalismo en torno al cuadro institucional en el que se inscribían los derechos y poderes (los bienes democráticos, se ha dicho) que se iban conquistando en un itinerario, acompañado frecuentemente por unas u otras expresiones e conflicto social.

Lo diré sin ambigüedades: el sindicalismo está en la izquierda, pero no es de la izquierda. La vara de medir de la ubicación del sindicalismo [estar en la izquierda] no lo da su carácter ontológico, sino la naturaleza de tales conquistas. Y la vieja piedra de toque acerca de su pertenencia está en la personalidad independiente y autónoma del sindicalismo; en suma, no está en un genitivo de pertenencia a la izquierda política partidaria sino que, sin aspavientos, se coloca en la izquierda. Aviso, en ese sentido, que no se puede ser agnóstico al por mayor, aunque siempre es recomendable, para otras consideraciones, una dosis agnóstica al detall. Por ejemplo, cuando el sindicalismo da la impresión que está un tanto distraído –o quizá lo esté realmente— en determinadas situaciones. Pero ese agnosticismo al por menor no puede borrar ni minusvalorar la calidad del almacén de las reformas progresistas que, hablando en plata, connotan la relación del sindicalismo con la política, entendida en su sentido más ampliamente genérico y con el cuadro institucional in progress.

Algunos dirigentes sindicales, sean eméritos o con mando en plaza, intentaron argumentar que el sindicalismo (“ni de derechas ni de izquierdas”) debe ser “profesional”. Claro que sí, ¡voto a Bríos! Pero ¿qué vincula no ser de derechas ni de izquierdas a reclamar la profesionalidad al sindicalismo? Para mi paladar se trata de un anacoluto con todas las de la ley. De la misma manera que nadie encargaría un trabajo, pongamos por caso a un arquitecto zarrapastroso, nadie confiaría en un sindicalista-chapuza. Que los agnósticos al detall crean que hay sindicalistas chapuceros no lleva a la conclusión de que lo sean al por mayor. La solución la da la piedra de toque: el almacén de reformas muestra que se trata de sindicalistas con una gran dosis de profesionalidad, de saberes. ¿Cómo, si no, entender la fuerte recomendación del Barbudo de Tréveris que, su reputada opera magna, insiste en el general intellect del conjunto asalariado? Más todavía, si tanto se ha insistido en que el conflicto social es, sobre todo, un conflicto de saberes ¿por qué maltratar la expresión “profesional” o “profesionalidad”? ¿por qué situarla en la equidistancia entre “derechas” e “izquierdas”? Ahora bien, quizá no se trate en principio de un anacoluto sino de la siguiente consideración: la que se desprende de equiparar “profesional” y “profesionalidad” a tecnocracia, en el sentido taylorista de la expresión. Lo que nos llevaría a dejar sentado que una de las principales características de la praxis del gran capitán de la industria, don Federico Taylor, fue la separación drástica de gobernantes y gobernados en el centro de trabajo. Mira por dónde sindicalistas eméritos y con mando en plaza estarían induciendo, no sé si a sabiendas y queriendas, a una relación del movimiento de los trabajadores subalterna (la subalternidad que reclamó siempre el taylorismo) con la política empresarial y, por extensión, hipostática a la política partidaria. Lo que se daría de bruces con el largo itinerario del sindicalismo confederal en su acción colectiva por más derechos y poderes –repito: bienes democráticos—en el centro de trabajo. Hablo machaconamente de “bienes democráticos”, porque siempre me entra un cierto regomello en el cuerpo cuando hablo de “derechos sociales”. Esta inquietud me viene porque, de un lado, es preciso connotar el carácter social de las conquistas; pero, de otro lado, con esa sintaxis se establece una (indeseable) desidentificación de lo social con respecto a lo político y a los bienes democráticos. Un ejemplo concreto de lo que quiero decir es el carácter del pacto de empresa en el Matadero de Girona, que algunos denominamos el acuerdo-Córcoles, en honor a su principal arquitecto (3). Cierto, en jerga habitual hablaremos de derechos sociales. Pero esos bienes democráticos son derechos políticos de ciudadanía en toda regla. De lo recientemente dicho parecen desprenderse algunas cuestiones que abundarían en nuestra inamistosa mirada hacia los planteamientos de estos compañeros que postulan o se inclinan por un sindicalismo equidistante. Voy con la explicación.

Una buena parte de la acción colectiva del sindicalismo y del Derecho laboral ha sido, en abierta confrontación con la “libertad de los antiguos” que el centro de trabajo fuera un lugar privado. Esta es la gran conjunción del movimiento organizado de los trabajadores y el iuslaboralismo. Una lucha áspera que se enfrentaba a la contradicción entre el reconocimiento de las libertades formales en la polis moderna y su negación en el centro de trabajo: la comunidad de la polis era una, la comunidad social era otra. Esta lucha no tuvo unos contenidos `técnicos´ ni `profesionales´: tuvo una naturaleza eminentemente política. Esto es, que los derechos de la polis fueran reconocidos una vez atravesadas las cancelas de la fábrica. Los continuos avatares, así las cosas, en la dirección de la conquista de un buen almacén de bienes democráticos fue, además, el resultado de haber compartido diversamente el mismo paradigma entre el sindicalismo, la izquierda política y un buen conjunto de reformadores sociales. Que la izquierda política haya exportado no pocas gangas al sindicalismo, no impide el justo reconocimiento de su batalla por la consecución de los derechos `sociales´. Pues bien, ¿alguien piensa que la acción colectiva por la consecución de nuevos derechos y poderes se ha acabado? Estoy convencido que nadie piensa ese disparate. Pues bien, no sólo –convenimos, naturalmente— que no ha acabado sino que, en realidad, la creación de nuevos derechos y poderes no ha hecho más que empezar en el cuadro de la gran transición en esta fase de reestructuración-modernización, de globalidad interdependiente y de defensa del medioambiente. Cierto, un itinerario complicado, pero que --al igual que antaño-- ese nuevo recorrido no puede caracterizarse porque el sindicato se convierta en un sujeto solipsista, ni indiferente al cuadro institucional o a las fuerzas con las que puede compartir ese paradigma. O, expresado con cierto énfasis, debe ser beligerante como sujeto independiente --compartiendo co-aliados estables y puntuales— contra las fuerzas que se oponen a la consecución de derechos y poderes.

Pero hay algunas cosas de no menor interés que hablan de la relación entre el sindicalismo y la política. Aquí tampoco es razonable practicar el agnosticismo al por mayor. Que se considere que los niveles de participación en la vida sindical es manifiestamente mejorable, no empece afirmar que: 1) el movimiento organizado de los trabajadores se caracteriza por ser una democracia próxima, 2) que la frecuencia de los hechos participativos es cotidiana, y 3) que en el sindicalismo existen dos procesos de legitimación, a saber, el que le viene de la representación en los centros de trabajo y el mandato solemne de los momentos congresuales. Cierto, no es oro todo lo que reluce, pero hay oro reluciente. Y si esto es así, ¿cómo no relacionar esa acción colectiva con la política en su sentido más genérico?

En resumidas cuentas, la relación del sindicalismo, hoy, con la política (incluso teniendo en cuenta ciertas distracciones) no se refiere ni única ni principalmente a las viejas tradiciones de antañazo. Porque, en aquellos tiempos venerables, el conflicto social dependía de los golpes de timón de Papá-partido; y porque –para garantizar que el sindicalismo era pura prótesis de dicho caballero, Papá-partido-- el sindicalismo fue convertido en un sujeto hipostático: lo mismo, se dice, que hizo Dios-Padre con Jesucristo, que fue enviado a sufrir en este valle de lágrimas. Hasta que el sindicalismo abandonó su teodicea y dejó de justificar a su padre: la muerte en la cruz no era útil, al menos, para estos menesteres.

Ahora bien, creo que las ideas que amablemente cuestiono, tienen una explicación: podría ser que los empachos indigestos de ciertas discusiones antiguas acerca de la relación entre el partido y el sindicato hayan creado en algunos dirigentes sindicales, eméritos y con mando en plaza, la necesidad de un sonado ajuste de cuentas; o, posiblemente, la ausencia de discusión –o el insuficiente debate, como se quiera-- sobre las nuevas situaciones y el papel del sindicalismo como agente reformador hayan llevado a lo que más arriba he considerado como un anacoluto. Si es un ajuste de cuentas hay que decir que se les ha desbocado la lengua a algunos; si se trata de lo segundo, la cuestión tiene remedio: ábrase un sosegado debate al por mayor y cuádrense la cuentas.

Segundo

De abrirse ese debate que se sugiere (el sindicalismo en la política) se estaría en mejores condiciones para establecer una relación más fecunda entre el sindicalismo y la política. Especialmente tendría sentido esta pregunta: ¿cómo es posible que el sujeto reformador externo –hacia la sociedad, quiero decir— se muestra tan indolente para proceder a ciertas reformas internas? Dicen que la rosa de Alejandría es colorada de noche y blanca de día. Pues bien, el sindicalismo hace reformas por la noche hacia la sociedad y, durante el día, se muestra remolón en revisitarse a sí mismo. Lo que conllevaría que esa personalidad nicodemita –reformas externas y remolonería interna— oblitere una mayor capacidad de relacionarse con la política, entendida en su sentido más ampliamente genérico.

Sin remilgos: ¿las gigantescas mutaciones que se están dando desde hace unas tres décadas no deberían concitar un giro copernicano en la morfología de la representación en el centro de trabajo? ¿el carácter que imprime la globalización no debería llevar aparejado un instrumento de representación en el centro de trabajo que no fuera el actual, de naturaleza autárquica? ¿las innumerables tipologías asalariadas en el centro de trabajo no debieran propiciar un repensamiento de la representación social? Porque, sin pelos en la lengua, el modelo es prácticamente idéntico a cuando Marcelino Camacho estrenaba su segundo jersey de lana.

Sí, ya sé que aparecen ronchas cuando se habla de estos asuntos atinentes al carácter sagrado de los comités de empresa, cuya invariancia física se da de bruces con la física cuántica de las relaciones industriales de estos, nuestros tiempos. Pero, tengo para mí que, de seguir remoloneando, se incrementará la distancia entre el sujeto reformador externo y sus formas de representación, en detrimento de aquel y en perjuicio de seguir ampliando el almacén de las reformas progresistas. No abrir la mano por ahí haría recordar lo que John Dewey achacaba a los “académicos enclaustrados”: mantener hogaño las viejas cosas de antaño.

Y más crudo todavía: el mantenimiento de los trastos viejos se corresponde, además, con el grueso del carácter de la negociación colectiva, caracterizado –salvo algunas honorabilísimas y punteras experiencias— por un enorme caudal de instrumentos de ropavejero (4). Lo que –como guiño a la mayoría de lectores y estudiosos de esta revista— explicaría, de manera no irrelevante, que el arca de Noé del iuslaboralismo (Romagnoli, docet) no esté en buenas condiciones para seguir navegando: algo que, por ejemplo, podría debatirse en esta solemnidad del Año Bomarzo, quiero decir de su décimo aniversario. Porque, al decir del maestro Angelillo, la fuente se ha secado en el camino verde, camino verde, que va a la ermita. O sea, si las fuentes de derecho se secan, lloran de pena las margaritas del Derecho laboral.

Si se me pregunta qué hacer, la respuesta provisional debería ser la que insinuó aquel personaje de A buen juez, mejor testigo: “Hartemos... lo que sepamos”. En todo caso, habrá que evitar seguir haciendo, en estos terrenos de la autorreforma interna de la casa, lo de siempre, esto es, mantener las mismas paredes maestras –las mismas formas de representación, quiero decir— de los tiempos de las nieves de antaño. Por muchas razones, pero –para lo que nos ocupa—porque mantener los mismos planos de la casa entra en contradicción con la asignatura pendiente del sindicalismo: organizar las conquistas que, en amplios espacios, ha conseguido y continúa en ello.

Parapanda, X Año Bomarzo

* Artículo aparecido en Revista de Derecho Social, 42 (2008)

(1) [...] por ese motivo he estudiado a los ingleses de principios del siglo XX. Me gustaba que desde la fábrica incidieran en la sociedad. Pero, después, cuando se pusieron a construir algo se dieron cuenta que habían trabajado para otros. No perdieron. Simplemente habían trabajado para la socialdemocracia, que era otra cosa. (El subrayado es de un servidor, JLLB) en Vittorio Foa, “Las palabras y la política” (Sexto Tranco):
http://ferinohizla.blogspot.com/
(2) José Luis López Bulla El uso social de las conquistas sindicales en http://lopezbulla.blogspot.com/2007/07/el-uso-social-de-las-conquistas.html
(3) http://theparapanda.blogspot.com/2008/06/acuerdo-en-el-matadero-de-girona-versin.html
(4) Véase las diversas ponencias de Miquel Falguera i Baró sobre las negociaciones colectivas en:
Mujer e igualdad en
http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/mujer-y-trabajo-entre-la-precariedad-y.html
La causalidad en la contratación temporal en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/la-causalidad-en-la-contratacion.htmlLas dobles escalas salariales en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/miquel-falguera-las-dobles-escalas.html

12 October 2008

LOS PRIMEROS ANDARES DE LA CAMINATA SINDICAL EN DEMOCRACIA

LOS PRIMEROS ANDARES DE LA CAMINATA SINDICAL EN DEMOCRACIA: desde la legalización en 1977 hasta el Primer congreso de Comisiones Obreras en 1978


Argumento central de mi intervención en la Universidad Internacional de Andalucía. Baeza 8 de Octubre de 2008.


José Luís López Bulla




Me parece conveniente iniciar estos comentarios con una observación obligada: no se trata de historiar aquellos momentos del protagonismo sindical en los primeros andares de la recién estrenada democracia española; eso es cosa de los historiadores. Aquí se trata, lisa y llanamente, de reflexionar –también con los ojos de hoy y, digamos, a toro pasado— sobre una etapa fascinante. Fascinante porque estrenábamos el traje de la democracia y sus institutos; fascinante, por otra parte, porque éramos treinta años más jóvenes. Y, porque para eso me han llamado a participar quiero agradecer a los organizadores que hayan pensado en un servidor; posiblemente la mano larga y amable de Eduardo Saborido está detrás de ello.

Llevo algunos años intentado convencer a los historiadores de que en España se dio una neta ruptura sindical. El sindicalismo putativo del franquismo, después de un tiempo de estado vaporoso, desapareció rotundamente: tampoco ningún jerarca de aquella organización jugó papel alguno en la vida sindical ya en democracia. Es más, la mayoría de las grandes líneas del diseño de cómo tenía que ser el edificio se cumplieron con muy buena aproximación. Tan sólo nos falló un gran deseo: la unidad sindical orgánica, esto es, la creación de un sindicato unitario. No es la ocasión para abundar en las razones que lo explican, a menos que se suscite en el coloquio. En todo caso, diré que, a pesar de que ese sueño nuestro no se cumplió, no es menos cierto que pusimos en marcha una potente institución unitaria de todos los trabajadores: el comité de empresa y, posteriormente, las Juntas de Personal en la Función pública.

1.-- Los primerísimos andares del sindicalismo confederal español, ya en democracia, se caracterizaron por una vorágine espectacular. Porque simultáneamente –casi en tiempo real, como diríamos hoy—teníamos que realizar toda un conjunto de tareas que no se podían dejar para el día siguiente: atender a los convenios colectivos era urgente y no esperaba demora porque era nuestra función de tutela del conjunto asalariado; estructurar la casa sindical era igualmente urgente porque era el referente de la representación de los trabajadores a quienes urgíamos para que se afiliaran; aclarar formalmente los grupos dirigentes al tiempo que dibujar un esbozo de orientación programática requería, así mismo, la (también urgente) celebración de nuestros propios congresos. Y, por si faltara poco, la urgencia de la convocatoria y desarrollo del conflicto social ante cada situación de reivindicaciones no satisfechas. Vale la pena traer al recuerdo que tantos ajetreos urgentes, con unas responsabilidades a cubrir a “tiempo real”, se desarrollaron en un clima de gran inestabilidad: de un lado, la crisis económica caballuna, y, de otro lado, el sangriento terrorismo (el de ETA y otras bandas por el estilo) que apuntaba contra las instituciones de la jovencísima democracia. También a lo uno y lo otro se enfrentó, con las escuálidas herramientas que tenía, el sindicalismo confederal. Todo ello lo hicimos de manera natural y sin ningún tipo de ostentación trascendente, ni tampoco, por lo general, como santones laicos ni monjes urbanos.

Pero, ¿quiénes eran aquellos hombres? Aclaro, no se trata de un desliz: en mi sindicato hablábamos enfáticamente de los “hombres de Comisiones” siguiendo acríticamente los constructos del histórico lenguaje machista del que, también, éramos responsables. Pues bien, aquellos dirigentes sindicales de los primeros andares del sindicalismo en democracia seguían siendo esencialmente las personas de la generación fundadora de Comisiones Obreras. Que tenían tras de sí un bagaje “de fábrica” y una probada capacidad negociadora y movilizadora. La mayoría eran cuarentones y ocupaban un lugar destacado en el proceso productivo y de administración que, dado el carácter taylorista de la gran empresa, favorecía la capacidad de representación de los trabajadores. Se trataba de algo curioso: de un lado, el puesto jerárquico del ingeniero, técnico o de gestión administrativa era una “garantía” para el resto de los trabajadores; de otro lado, esa jerarquía se democratizaba en el lugar central de la toma de decisiones: la asamblea, como instituto de participación radicalmente democrática, donde todo el mundo podía decir y decía la suya. De hecho, la mayoría de los primeros dirigentes sindicales tenía responsabilidades de mandos intermedios en los centros de trabajo. No pocos de ellos formados en la Universidad, en las Escuelas de Formación Profesional o en los centros de aprendices que tenían algunas grandes empresas.

Son paradigmáticos, en ese sentido, los casos madrileño, andaluz y catalán: Camacho y Ariza, Fernando Soto y Eduardo Saborido, Rodríguez Rovira y Gómez Acosta, entre otros. En concreto, dirigentes sindicales que, más allá de su reconocida militancia en el Partido comunista o en el PSUC eran la expresión social y cultural del conjunto asalariado emergente en nuestro país. En ellos se concretaba la naturaleza del fuerte reformismo que es el sujeto sindical.

La gran aportación que esta gente hace a la izquierda es de gran envergadura. Porque van produciendo un itinerario que es una rotunda discontinuidad con las (tan venerables como nocivas) tradiciones que presidían las relaciones entre los partidos obreros y el sindicalismo democrático. Tradicionalmente los partidos de matriz lassalleana (contra quienes polemizó el mismísimo Karl Marx) y también los leninistas consideraban imprescindible una drástica diferenciación de roles: el partido era, por así decirlo, Dios padre; el sindicato era su enviado en la Tierra, aunque severamente controlado. El partido se reservaba el proyecto de transformación, al sindicato se le encomendaba la “resistencia” que, en el fondo, era una guerra de resistencia contra la derrota. En esas condiciones, el conflicto social debía funcionar sobre la base de las contingencias políticas. Esta era la tradición del partido lassalleano (socialista, socialdemócrata y laborista) y del leninismo. O sea, el sindicalismo era, así las cosas, una mera prótesis de papá-partido.

La gran paradoja es que, en España –también en Italia con Giuseppe Di Vitrtorio, Luciano Lama y Bruno Trentin— fueron los comunistas quienes gradualmente van poniendo en entredicho estos estropicios de la izquierda. Y, a la chita callando, Comisiones Obreras entra en el juego de la democracia con una aproximada ración de independencia sindical. Es la potente herencia del documento aprobado en la Asamblea del barrio madrileño de Orcasitas en plena clandestinidad: allí se deja tajantemente claro que estamos por un sindicalismo independiente de los poderes económicos, de todos los partidos políticos (incluidos los obreros) y del Estado, con independencia de su carácter social. Así pues, un buen cacho del sindicalismo confederal se estrena en democracia con tan significativo acervo cultural.

Las consecuencias de ese cambio de metabolismo fueron, como mínimo, las siguientes: 1) la asunción de responsabilidades en torno a cuestiones sociales que tradicionalmente se reservaban para sí las organizaciones políticas, 2) el ejercicio del conflicto social era gobernado por el sindicalismo para la buena utilidad de los trabajadores y sus familias. O, lo que es lo mismo: las reformas en materias sociales de todo el universo del Estado de bienestar (empleo, enseñanza, sanidad, entre otras) también eran materias a negociar por el sindicalismo confederal. Se trataba de islas emergentes en lo que podríamos calificar como un incipiente “sindicalismo de los modernos” frente al “sindicalismo de los antiguos”, por utilizar una metáfora, referida a la democracia, de Benjamín Constant en su famosa conferencia parisina de 1819
[1].

Tal vez lo que voy a decir sea consecuencia de una “pasión de padre”, pero sostengo que, junto al sindicalismo italiano, nosotros fuimos lo más renovador de Europa. Porque incluso con nuestras imperfecciones y errores estábamos indiciando un proceso radicalmente nuevo, laminando no pocos mitos que la izquierda europea ha mantenido a lo largo y ancho del siglo XX. Lo chocante del asunto es que aquella generación de sindicalistas aprendió a capar matando gorrinos. Quiero decir que el más viejo del lugar no tenía experiencia de dirigir un sindicato en democracia. La falta de experiencia se suplió con una considerable cultura de fábrica, viendo –a veces con gafas de poca graduación— una parte de las gigantescas transformaciones que estaban en curso.

2.— De hecho el principal problema general con que nos enfrentamos fue el de la crisis económica, caracterizada por uno rápido crecimiento del desempleo, unos altísimos niveles de inflación y sucesivas devaluaciones de la peseta. Debo decir con claridad que aquellos grupos dirigentes –de una reconocida cultura de fábrica— no estábamos suficientemente preparados para intervenir adecuadamente en aquella situación. Tampoco existían las mejores relaciones entre los sindicatos: las dos grandes organizaciones no supimos entrar en el juego democrático con la suficiente y necesaria unidad de acción. Es más, de manera no infrecuente hubo algo más que asperezas y contrastes. Por lo general se entendía que estaba en juego qué modelo sindical iba a llevarse el gato al agua; esa disputa comportó una más que notable laceración en el sindicalismo, al tiempo que debilitaba la capacidad de respuesta a los problemas inéditos que apuntaba la crisis económica.

Una crisis que llevó al Presidente Adolfo Suárez a proponer un acuerdo político-económico con dos objetivos centrales: afrontar la crisis y poner en marcha una serie de reformas legislativas “de interregno” hasta la aprobación de la Constitución Española. Entre nosotros, el grupo dirigente de Comisiones Obreras, la idea era aceptable, entre otras cosas porque la idea basilar de Marcelino Camacho era la intervención de los trabajadores en los problemas generales del país y cuadraba con la distinción que, en aquellas épocas, caracterizaba a Comisiones: un sindicato sociopolítico.

Los pactos de la Moncloa fueron el primer sobresalto de, al menos, mi sindicato. Sólo habían sido llamadas a la elaboración del acuerdo las fuerzas políticas; el sindicalismo no fue tenido en cuenta a pesar que una gran parte de los contenidos anunciados eran materia de directa gestión de lo que hoy se llama los agentes sociales: política de rentas la contención de la inflación. Francamente no era sólo un torpedo simbólico al movimiento organizado de los trabajadores y sus organizaciones sindicales; era un primer aviso o una insinuación de que, en adelante, no íbamos a tener las cosas fáciles.

Tuvimos que hacer de tripas corazón. Es más, Comisiones aceptó el contenido final de los Pactos de la Moncloa porque abrían una hipótesis de lenta salida de la situación de crisis económica, como así fue. Pero hay algo más que no se ha dicho hasta la presente: nosotros no teníamos un planteamiento con cara y ojos, de carácter general, para abordar la crisis económica, salvo la “resistencia”, con más o menos acierto, en cada empresa, donde ya había empezado un proceso de innovación y reestructuración de los aparatos productivos y de servicios.

Ese déficit de proyecto sindical intentó suplirlo Marcelino Camacho con una propuesta que él mismo bautizó con el nombre de Plan de solidaridad contra el paro y la crisis. Sus confusos contenidos eran evidentes: establecer un fondo de solidaridad financiado por el trabajo (una hora) de los trabajadores y (dos horas) por las empresas. Hoy es fácil sonreír ante este ingenuo welfare cáritas. Pero era, aproximadamente, el resultado de un proyecto serio y la expresión de hasta qué punto los problemas agobiaban enormemente la concreta condición de los trabajadores y sus familias. El primer congreso de Comisiones Obreras tuvo una elegancia exquisita y no desairó a Marcelino Camacho: no aprobó ni rechazó la propuesta, se limitó con buenas palabras a pedir que se reelaborara. Cosa que nunca sucedió.

3.— Antes, al hablar de los cuadros dirigentes del sindicato, se ha insinuado de refilón las grandes líneas de la “estrategia” de aquellos primeros andares de Comisiones en libertad. Las recuerdo: a) la intervención en la negociación colectiva, b) el diseño de la estructura organizativa, c) la clarificación de la representación en el centro de trabajo y d) la marcha hacia el primer congreso del sindicato. Cosa que, como se ha dicho más arriba, se hizo en el tiempo de un año.

3.1.-- La negociación colectiva. En otras ocasiones he escrito que el modelo de negociación colectiva que adoptamos fue la mera continuidad, salvo la existencia de la representatividad institucional y democrática de los protagonistas, de la que existía en tiempos de nuestra acción colectiva en tiempos de la dictadura y contra el sindicato putativo del franquismo. Es verdad pero, pensando detenidamente en ello, me olvidé de algo singular: ello fue así –ese `continuismo´-- porque el movimiento organizado de los trabajadores aprovechó y, parcialmente, corrigió la Ley de Convenios colectivos de 1958. O lo que es lo mismo, no pocos convenios territoriales también fueron el resultado de movilizaciones democráticas en plena dictadura. Por citar tan sólo dos ejemplos llamativos: así nacieron convenios colectivos metalúrgicos como los de la comarca del Bajo Llobregat y los de Manlleu, una población cerca de Vic. O sea, quienes verdaderamente negociaban, ejerciendo el conflicto social, éramos nosotros, dado que los jerarcas del sindicato franquista eran la terminal de los intereses de la patronal y de la línea política de mando.

3.2.— El diseño de la estructura organizativa. En realidad el proceso organizativo más llamativo que desplegamos, durante los primeros andares del sindicalismo en democracia, fue la apertura de sedes en él mayor número de ciudades que pudimos. Vale la pena reseñar que llegamos a tener más casas sindicales que los que dispuso el sindicalismo putativo del franquismo. Las sedes se abrieron o bien por alquiler o de compra, bajo el aval personal de los dirigentes sindicales. Lo que indica el desprendimiento y generosidad de tales personas, algunas de las cuales tuvieron sus problemas económicas y, no hace falta decirlo, sus complicaciones familiares. En todo caso, la inauguración de las sedes fueron fiestas, auténticos acontecimientos populares de alta significación política y cultural: recuerdo la inauguración de la sede de Barcelona con la participación de las conocidas vedettes del Molino con sus plumeros y sus canciones picantes ante la perplejidad de Marcelino Camacho.

Organizamos el sindicato sobre una base dual: por un lado el territorio, llamado Unión de sindicatos; por otro lado, la agrupación de la profesión de ramo, tanto de industria como de los servicios, conocida oficialmente como Federación. Pero en realidad, el sindicato descansaba en el organismo unitario que eran los comités de empresa, dado que las secciones sindicales –esto es, la organización del sindicato, en tanto que tal, en el centro de trabajo eran prácticamente inexistentes.

3.3.-- De hecho poco se explica del sindicalismo de Comisiones sin la existencia de los organismos unitarios de los comités. Dicho sea de paso, estas instancias eran vistas por los compañeros de Ugt con mucha menor simpatía.

Vale la pena decir que nosotros pusimos todo el acento en los comités por varias razones: a) por la unidad social de masas que representaron los organismos en el centro de trabajo bajo el franquismo donde nosotros teníamos una amplia presencia; y b) porque, fracasada nuestra aspiración de compartir con Ugt y Uso la construcción de una central sindical unitaria, queríamos preservar que, al menos en la fábrica, existiera un organismo de todos los trabajadores. Ahora bien, no es menos cierto que la competencia entre los dos sindicatos mayoritarios, CC.OO. y Ugt, por la mayoría en los comités no dejó de ser una fuente de problemas.

3. 4.— La marcha hacia el primer congreso de Comisiones se hizo, también, de manera simultánea a todo lo que anteriormente se ha relatado. No hace falta que diga que el principal rasgo de todo ese proceso fue “de exaltación” y, excepto algún que otro chispazo, estuvo presidido por un elevado tenor unitario. En el fondo lo que nos proponíamos era oficializar la legitimidad social que se había alcanzado en el itinerario anterior: a ello, lógicamente, había que darle el rigor institucional, la creación de las convenientes normas internas (los Estatutos) y la elección de los dirigentes.

Más allá de las limitaciones (a decir verdad fueron muchas) de las propuestas congresuales, la novedad era evidente: un movimiento organizado de trabajadores adquiría la plena personalidad de sujeto sindical cuya aportación a la defensa y promoción de los intereses de los trabajadores ha sido decisiva a lo largo del tiempo que llevamos en vida democrática. Un acontecimiento que formula dos elementos que, aunque no aprobados en dicho congreso, indician una aportación moderna a la acción colectiva: la incompatibilidad de los dirigentes sindicales de ejercer responsabilidades de orden institucional mientras están en el ejercicio de sus cargos y la duración de los mandatos. En sucesivos congresos se aprobaron tales medidas.


[1] Benjamín Constant: “La democracia de los antiguos y la democracia de los modernos”.

TRABAJO DECENTE O LA HUMANIZACION DEL TRABAJO





José Luís López Bulla, Consejero del Consell de Treball, Econòmic i Social de Catalunya.

Ciudad Real, Seminario con Magistrados brasileños: 7 de Octubre de 2008

Haereticare potero sed haereticum non ero. [Jean Charlier, llamado Gerson, Opera I]



Para un servidor vuelve a ser un grato placer compartir nuevamente con ustedes y Rodolfo Benito este rato de conversación informada. De veras que lo agradezco y, muy especialmente, a Antonio Baylos, infatigable organizador de estas jornadas y de múltiples iniciativas en procura de una relación apropiada entre el iuslaboralismo y el sindicalismo. Por si fuera poco, nuestro encuentro transcurre simultáneamente a las movilizaciones en todo el mundo precisamente con el tema central de la exigencia del “trabajo decente”: una acción de características nuevas tanto por su globalidad como por la unidad de acción que representa el sujeto convocante, el Sindicato mundial. Por lo demás, vale la pena recordar que esta movilización es la consecuencia de una propuesta que, en ese sentido, hizo Comisiones Obreras en el congreso fundacional de la CSI en Viena.


Pero, lo más relevante, es que podemos decir sin exageración alguna que esta movilización es objetivamente la primera reacción global contra los estragos de la descomunal crisis económica que nos está cayendo encima. Una crisis que ha puesto en crisis total el tipo de economía neoliberal que derrotó en su día al capitalismo industrial, la ausencia de normas y controles y el desparpajo de los inquilinos de Monte Peregrino, que hablaron del Estado como problema y ahora predican el Estado como solución.


Antes de entrar en materia, me permito una recomendación: la lectura del libro de
Luciano Gallino “Il lavoro non è una merce”. Pienso que puede servir para refrescar la memoria acerca de algo tan elemental, que está puesto en tela de juicio por algunos exponentes del Derecho del trabajo europeo que empiezan a tener una potente influencia no sólo en su disciplina sino especialmente en los círculos concéntricos del poder o, por mejor decir, de los poderes políticos y económicos. También académicos. No me resisto a un desahogo personal: son muy pocos los iuslaboralistas que se confrontan contra las derivas de aquellos a quienes Umberto Romagnoli llama revisionistas[1]. Es más, mientras el Derecho del Trabajo no se ponga decididamente al día, tengo para mí que los revisionistas podrían ir avanzando en sus posiciones. Me disculparán si dejo tan clamoroso asunto para más otra ocasión. Permítanme una pausa: la recomendación del libro de Gallino y la referencia a Romagnoli se explican por sí solas. Aunque también vienen a cuento para recordar que todavía hay en Italia gentes consistentes que siguen estando de buen ver y mejor leer. No se olvide que, por así decirlo, la sombra de Trentin es felizmente alargada.


1.-- Cuando Juan Somavía acuñó la expresión “trabajo decente”, tal vez no fuera consciente de hasta qué punto iba a convertirse en una importante señal, capaz de vincular la acción colectiva global del conjunto asalariado mundial, de sindicalistas, juristas progresistas y de un amplio elenco de científicos sociales. Se trata de un hallazgo de gran pregnancia que relaciona la libertad, la igualdad, la seguridad y la dignidad humana, entendidas todas ellas –a mi juicio-- como inescindibles entre sí
[2]. Así pues, la inexistencia de una de tales condiciones impugnaría la definición de Somavía, y la merma de cualquiera de ellas crearía un déficit de decencia en el trabajo. La lógica tiene estas cosas; aunque la política pueda disfrazar las palabras, según ha dejado sentado Vittorio Foa en “Las palabras de la política[3], la lógica, en su autonomía normativa, tiene felizmente esos inconvenientes a la hora de llamar la atención. Por otra parte, “trabajo decente” viene a representar un mínimo común divisor de las diversas situaciones –de latitudes, género y condiciones individuales y colectivas— realmente existentes en el mundo entero. De ahí que, en mi condición de sindicalista emérito, exprese enfáticamente mi felicitación a la Central Sindical Internacional por haber dado en la tecla tan certeramente a la hora de convocar la jornada de hoy por el trabajo decente.


Sin embargo, no parece que las cosas sean tan fáciles como a primera vista da la impresión. Relata Isidor Boix, uno de los sindicalistas más lúcidos del panorama global que, estando de viaje en China, un joven dirigente de los sindicatos oficiales, con altas responsabilidades en aquel país, le espetó lo siguiente: “el mayor enemigo de los trabajadores chinos sois los trabajadores europeos”
[4]. Al parecer el motivo de tan extraño saludo no era la historia eurocentrista del movimiento sindical sino los altos salarios que se pagan hoy en Occidente a los trabajadores y el elenco de derechos sociales como resultado de las conquistas de la acción colectiva. En otras palabras, la presión sostenida del movimiento global de los trabajadores en pos del trabajo decente puede provocar ciertas suspicacias incluso en algunos sectores, aunque en esta ocasión se trataría de un sindicalismo putativo: una herramienta subalterna del Estado.


De un lado, el movimiento sindical occidental que exige más derechos para sus trabajadores y, de otro lado, planteando la democratización irrestricta allá donde no existe o está muy limitadamente reconocida; de otro lado, las zonas, todavía numerosas en el mundo, donde campan a sus anchas sindicatos putativos que miran con recelo la acción colectiva de los sindicatos democráticos.


Recordemos las cuatro condiciones de Somavía para que se pueda hablar con fundamento de trabajo decente: la libertad, la igualdad, la seguridad y la dignidad humana. Así las cosas, me parece evidente que jamás en la historia el trabajo (principalmente la del trabajo subordinado) ha sido, somavianamente hablando, decente, ni aproximadamente decente. Lo que, por supuesto, incluye la breve historia del trabajo en los países del llamado socialismo real. A menos que se truquen los mecanismos de la lógica o se banalicen las definiciones de todas y cada una de las cuatro condiciones de Juan Somavía. Esta afirmación puede ser aceptada sin aparente inquietud; sin embargo, el panorama que sugiere es uno de los más prometéicos desafíos a los que se puede abocarse el movimiento sindical global o, según cómo, otra de las aporías en las que puede verse inmerso.

Hablando en plata: ¿es posible que, en el marco del sistema capitalista, se cumplan las cuatro condiciones de Somavía? No es una pregunta provocadora sino de pura lógica. Respondo: el sistema vigente no puede compatibilizar las cuatro condiciones que, por lo demás, hemos añadido que no son variables independientes las unas de las otras. En este sentido, hace bien el maestro Romagnoli cuando avisa de manera lapidaria que la empresa es “el lugar de la máxima refracción de las desigualdades y, al mismo tiempo, el lugar donde no es posible abolirlas”
[5]. Caeremos en la cuenta de ello si volvemos a leer despaciosamente la cita de la tesis doctoral de Nunzia Castelli, anteriormente referida, sobre la definición y relación entre la “libertad” y la “igualdad”. Y, diré más todavía: el sistema vigente se fundamenta –quedando explícitamente definido de manera indisimulada-- en la desigual libertad e igualdad en lo que se refiere al vínculo entre la una y la otra desde los cimientos del ecocentro de trabajo. Corregir ese estatuto fue, por así decirlo, el encargo histórico que recibió el Derecho del trabajo con las semillas de Weimar. De igual manera ese fue el cometido que se encomendó, un siglo antes, el movimiento organizado de los trabajadores y los sindicatos: existía la posibilidad --y lo demostró palmariamente-- que bajo el capitalismo se dieran conquistas importantes y llamativos avances, con mayor o menor sostenibilidad, de humanización del trabajo tanto por la acción colectiva del sindicalismo y de quienes han compartido ese paradigma reformador como por las propias necesidades del propio capitalismo, cuestión ésta poco reconocida públicamente por los movimientos sindicales.

Ahora bien, el trabajo decente, con las cuatro condiciones de Somavía --que pone en cuestión la naturaleza del trabajo tal como se ha dado históricamente en los cuatro puntos cardinales del planeta-- indica enfáticamente cómo debe ser desde ahora mismo. Abre, pues, una cesura de enormes proporciones con relación a la biografía del trabajo concretando formalmente las intuiciones, más o menos dispersas, que sobre el particular tuvo el movimiento sindical. Esta cesura puede conducir o bien a una nueva cosmovisión mítica o a una práctica de nuevo estilo capaz de acercarse de manera itinerante al trabajo decente. Entendámonos, las cuatro condiciones aunque principalmente interpelan las más duras situaciones del trabajo de la esclavitud moderna, de los niños de determinados países y otras durísimas situaciones, también se refieren naturaliter al concepto trabajo en las sociedades industriales avanzadas y al trabajo in progress. Resumiendo esquemáticamente lo que más me interesa subrayar: bajo el sistema capitalista no hay posibilidad de cabal cumplimiento de las cuatro condiciones de Somavía.

¿Por qué, entonces, la OIT –la sede común de estados, empresarios y sindicalistas aceptó lo expresado por su Presidente? Porque el (necesario) carácter polisémico de las cuatro condiciones que instituyen el trabajo decente puede ser leído según el gusto y la conveniencia de cada cual. También porque se ha extendido muy peligrosamente un uso banal de los conceptos y palabras, sometidas a una adulteración de sus tradicionales biografías. Más todavía, porque los dueños de los significados actuales de tales palabras son quienes más potencia publicitaria dedican a la distorsión de éstas. Algo que nos dijo en su momento Lewis Carol.

Así pues, ¿hizo mal Somavía planteando sus famosas cuatro condiciones? No lo creo. Él lanzó un gigantesco mensaje eutópico en la línea de los grandes provocadores de la historia en exigencia de un banderín de enganche con sentido. Ahora bien, el movimiento organizado de los trabajadores y, más concretamente, el sindicalismo, en su larga historia de subalternidad de sus mentores políticos, ha sido --por esa razón de dependencia— fuertemente contagiado por toda una serie de mitos teleológicos. Parodiando a Benjamín Constant en su famosa conferencia parisina de 1819, esa es en parte la historia del “sindicalismo de los antiguos”. Esta una fase en la que todavía nos encontramos, aunque esto pueda sonar a herejía, quiero decir que seguimos instalados en el sindicalismo de los antiguos.

2.-- El sindicalismo confederal no puede continuar su andadura reeditando el mito o los sucedáneos del mito. Mantener la alteridad del sindicalismo y su condición de sujeto conflicto –absolutamente indispensable para no devenir una agencia técnica-- es incompatible con el mito. Porque el áspero litigio no se orienta contra los (inexistentes) dioses menores del capitalismo sino contra la fisicidad del sistema capitalista y su constante puesta al día. Así pues el viaje sindical no es la ruta de Prometeo. No hay otra caminata posible que el indicado por la (matemática) teoría de los límites.

Tomo de mi estantería el viejo libro “Análisis Matemático” de don Julio Rey Pastor y vuelvo a recordar que nunca se llega al límite: la variable crecerá indefinidamente pero no infinitamente. O, si se prefiere la poesía a la frialdad abstracta de las matemáticas, dígase con García Lorca que “aunque yo sepa los caminos / nunca llegaré a Córdoba”. Como ustedes comprenderán, un sindicalista jubilado puede decir estas cosas, un tanto indiferente a ser acusado de fomentar la desmovilización. Que, en este caso, aceptaría gustoso porque vendría de los que, a pesar de lo que se ha llevado el viento, siguen fomentando mitos y leyendas. Que, en este caso, queda referido a aquellos que no podrían no entender prosaicamente la bella metáfora de Somavía. Porque es eso lo que exactamente planteo: entender las cuatro condiciones en clave de metáfora. Y poner sostenidamente, a través de un proyecto de fuertes reformas, los mecanismos para acercarse –indefinidamente como dice la teoría de los límites-- lo más posible a las cuatro condiciones.

Dejemos a Prometeo que continúe su camino cotidiano ascendente y descendente. Lo que nos ocupa aquí debería ser interpretado, también metafóricamente, en otra clave movilizadora: la teoría matemática de los límites. Entiendo que, así las cosas, el sindicalismo de los modernos debe acercarse indefinidamente a las cuatro condiciones de Somavía contando con un proyecto fuertemente reformador con el sentido de trabajo decente. Que esta ruta sea indefinida no quiere decir que carezca de meandros y situaciones de discontinuidad e incluso de retrocesos. Como Sísifo. A mi entender, el concepto central de la teoría de los límites no pueda ser otra que la propuesta de Bruno Trentin acerca de la “humanización del trabajo” que recorre toda la obra escrita de nuestro amigo italiano
[6]. He dicho en no pocas ocasiones que el sindicalismo actual está en mejores condiciones para proponerse tan señalado proyecto reformador que el existente hacia no tantos años, aunque ambos permanezcan en el estadio del sindicalismo de los antiguos.

3.-- Digo que el sindicalismo está en mejores condiciones para abordar el mencionado proyecto porque hace tiempo que superó la dependencia de los mentores políticos de antaño en sus diversas matrices socialista, socialdemócrata y comunista. En aquella tesitura el sindicalismo era una prótesis de los partidos. Estos habían decidido una partición –no sólo funcional sino orgánica— de los objetivos, cometidos y tareas... No creo que sea caricaturesco afirmar que el partido se auto concedió el diseño y la realización de un proyecto calificado, con mayor o menor exageración, como transformador; el mismo partido, en todo caso, impuso que el sindicato se dedicara a “la resistencia”. Y, como es sabido, resistir no es proyectar, aun cuando haya momentos en que es necesaria la resistencia contingente.

Andando el tiempo el sindicalismo entendió que sólo conquistando su propia independencia y, por extensión, su autonomía –es decir, su propia lectura de las transformaciones de todo tipo, especialmente las que maduran en la relación de trabajo-- podía convertirse en un sujeto político capaz de abordar sin subalternidad un proyecto de largo recorrido y, digamos, en primera persona. Una parte no irrelevante del sindicalismo de los antiguos había sido trascendida de un modo asaz positivo. De ahí que se pueda decir que el sindicalismo actual esté en mejores condiciones para abordar el proyecto de humanización del trabajo. Que ya no es, como en el caso del “trabajo decente”, una metáfora. Ahora bien, no existe una garantía incondicionada. Todavía el sindicalismo actual debe superar algunos fuertes contagios que, por su potencia, interfieren especialmente tanto la metáfora de las cuatro condiciones de la metáfora somaviana como el proyecto de la humanización del trabajo. Diré que tales contagios son los que principalmente le mantienen en su condición de sindicalismo de los antiguos.

El principal contagio del sindicalismo de los antiguos sigue siendo, en mi opinión, la dependencia (en esta ocasión, dependencia no equivaldría exactamente a subalternidad) que tiene con relación al fordismo: el sistema que ha generado la no decencia del trabajo a lo largo del siglo XX. Es cierto que, en todo el itinerario de la pasada centuria, el sindicalismo de los antiguos se batió duramente por el mejoramiento de las condiciones tanto en el puesto como en el centro de trabajo. Pero visto con los ojos de hoy, hemos de repetir lo que en otras ocasiones se ha dicho: combatimos el abuso del taylorismo y del fordismo, pero nunca impugnamos su uso. Es más, se dio la impresión de que era un sistema de organización definitivamente dado. Uno de los ejemplos más llamativos de ese combate contra el abuso fue nuestro combate en, al menos, las siguientes direcciones: a) los resarcimientos por la nocividad e inseguridad del puesto de trabajo, b) las externalizaciones que provocaron lo que el economista inglés Arthur Cecil Pigou denominó las “deseconomías externas”, y c) otras gangas por el estilo. Resarcimientos en forma de pluses, por ejemplo, en todo lo atinente a la salud; resarcimientos, también, en todo lo referente a las exigencias salariales de pagas extraordinarias y --dado el escalafoncillo estático y casi inmutable-- compensaciones bajo la forma de trienios, quinquenios y otras cosas similares. Más todavía, el resarcimiento ad nauseam hizo que no pocos pensaran que, a través de un resarcimiento externo al centro de trabajo era lo mejor, aunque a cambio de negar las libertades primordiales (o reducirlas lo máximo posible) como posible respuesta a las decisiones de “la empresa”.


En resumidas cuentas, el sujeto social mejoraba su condición de vida sobre la base de un trabajo que, visto con los ojos de las cuatro condiciones de Somavía, no era decente. En descargo del actual sindicalismo de los antiguos –no es la primera vez que lo expreso-- diré que la gente de mi quinta dejó ese almacén de trastos viejos como herencia. Pero –comoquiera que me han llamado la atención mis coetáneos, que piensan que soy excesivamente severo con esa (mi) generación-- añadiré que fuimos los primeros en proponer y trabajar por el proyecto de la independencia del sindicalismo.

4.-- Lo diré enfáticamente: con los contenidos de las actuales prácticas contractuales del sindicalismo de los antiguos es materialmente imposible encarar la metáfora de las cuatro condiciones del trabajo decente; es, de igual modo, materialmente imposible también afrontar el desafío de la humanización del trabajo. No se trata de escepticismo sino de la verificación de los instrumentos de la lógica. A saber, si el fordismo contraviene por antonomasia las cuatro condiciones y, dado que la muy inmensa mayoría de las cláusulas contractuales siguen en esa clave, la conclusión está cantada de antemano. Desde luego hay quien viene llamando la atención de ese dramático desfase
[7]. Digo desfase porque, para mayor inconveniencia, resulta que podemos afirmar el agotamiento del sistema organizacional que ideara don Enrique Ford en sus buenos tiempos.

Más todavía, Miquel Falguera ha reseñado, con nombres y apellidos, que una inmensa mayoría de los convenios colectivos copian descaradamente, incluso al pie de la letra, la sintaxis de las viejas Ordenanzas de Trabajo de los tiempos de la Dictadura franquista. Esta manera tan testaruda de frecuentar abusiva e inútilmente el pasado se da en los terrenos más importantes: en aquellos que se refieren, nada más y nada menos, que a los sistemas de organización del trabajo. Lo que, por decirlo en términos escasamente afectuosos, demostraría el carácter ficticio de esos acuerdos en los temas anteriormente referidos. Pero, a la vez, significaría el lastre que mantienen a la hora de avanzar en la metáfora del trabajo decente; perdón, quiero decir la humanización del trabajo.

Pues bien, la casa sindical, que tiene el coraje de aceptar el desafío del trabajo decente, no se da por aludida en el vínculo que existe entre el tipo de negociación colectiva y las cuatro condiciones de Juan Somavía. Así las cosas, una cosa es el imperfecto legado de los sindicalistas de mi quinta y otra, bien distinta, la distracción de los que ahora tienen mando en plaza. O, lo que de manera aproximada, es lo mismo: llegado un momento cada cual pasa a ser responsable directo al margen de las herencias recibidas. Algo que también nos pasó a nosotros.

5.— El sindicalismo de los modernos será realidad si ajusta las cuentas con su (todavía) contagio del fordismo, y –entendiendo que ese sistema es ya pura herrumbre— articule unos procesos contractuales cabalmente ubicados en la fase de innovación-reestructuración global de los aparatos productivos, de servicios y de toda la economía. En ese sentido, el proyecto reformador con sentido debería plantear una operación de gran calado: la reforma de la empresa. Porque estamos hablando de un proyecto sindical que nace en el espacio empresa como “lugar donde se desarrollan institucionalmente las relaciones de poder derivadas de la doble dimensión, colectiva e individual, del trabajo asalariado […] como elemento decisivo en la conformación de la identidad del sindicato
[8]. Una reforma que, como se ha dicho anteriormente, debe proponerse el más espectacular giro de época de la negociación colectiva, y más concretamente situar como elemento central la codeterminación.. Que a mi juicio es la matriz de la humanización del trabajo. Repare el lector que he dicho `codeterminación´, no de cogestión. Pues bien, la codeterminación entendida como fijación negociada de las condiciones para el trabajo y del trabajo es el instrumento central (que, aunque no único, sí es indispensable) en el fatigoso itinerario de la humanización del centro y del puesto de trabajo.

Ahora bien, sin extenderme más de la cuenta, diré que el sindicalismo de los modernos necesita, además, adecuar su forma o, si se prefiere, la representación a las gigantescas mutaciones que se han operado, muy en especial las referidas a la emergencia de tantas tipologías asalariadas de naturaleza precaria. La humanización del trabajo no puede avanzar sin cuestionar radicalmente la actual forma sindicato en el ecocentro de trabajo. Pero sobre este particular no quiero insistir en esta ocasión: no es cosa de malquistarme con mi admirado Antonio Baylos. Tan sólo lo dejo insinuado y, para mayor abundamiento, remito al lector a nuestra fraternal polémica
[9]. Debo aclarar, sin embargo, que mi discusión con Baylos en torno a la adecuación de la representación sindical se refiere sólo al modelo dual en el centro de trabajo: un servidor impugna radicalmente la utilidad del comité de empresa. Ahora bien ello no quita para que ambos estemos plenamente de acuerdo en la urgente necesidad que tiene el sindicalismo confederal de adecuarse a las emergencias ya instaladas desde hace no poco tiempo dentro y fuera del centro de trabajo: el mundo de la precarización extenuante no es la única aunque sí la más llamativa.
En resumidas cuentas, la áspera caminata por aproximarnos indefinidamente a las cuatro condiciones del trabajo decente exigirían esa “identidad segura” del sindicalismo en el centro de trabajo. Que, en mi opinión, no puede ser otra que la de un sujeto que sea la expresión de todas las diversidades del conjunto asalariado: otra de las asignaturas pendientes que tiene el (todavía) sindicato de los antiguos si se me permite la instrumental y maquillada referencia al famoso texto de Benjamín Constant.
















[1] Umberto Romagnoli: “El error de los revisionistas” en http://baylos.blogspot.com
[2] Nunzia Castelli engarza libertad e igualdad: “Una libertad que se pretende recuperar a través de las distorsiones del mercado y de la competencia generadas como efecto de anónimas asimetrías informativas: una libertad que se evalúa en un plano meramente formal y abstracto. Pero si algo nos ha enseñado la convulsa historia del Derecho del trabajo es, como alguien ya puso de manifiesto hace tiempo, que de libertad y autonomía se puede hablar sólo una vez restablecidas auténticas y materiales condiciones de igualdad sustancial porque en definitiva, también la libertad y la igualdad son conceptos relacionales que se construyen a partir de la coparticipación y la solidaridad colectiva. En “Contractualismo, autonomía individual y autodeterminación en el Derecho del trabajo”, tesis doctoral.
http://ciudadnativa.blogspot.com/2008/07/contractualismo-autonomia-individual-y.html en “Ciudad nativa” (Antonio Baylos)

[3] Vittorio Foa en http://ferinohizla.blogspot.com/

[4] Isidor Boix Por un "nuevo internacionalismo sindical" - hacia la Jornada de Acción Sindical Mundial por el "trabajo decente" del 7 de octubre en http://www.fundacionsindicaldeestudios.org/varios/00165_80509IsidorBoix.pdf
[5] Citado por Antonio Baylos en “El sindicato y la acción colectiva de los trabajadores en la empresa: la identidad segura”. Libro Homenaje a Umberto Romagnoli “Sobre el presente y futuro del sindicalismo” (Fundación Sindical de Estudios, 2006 Madrid, núm 76)
[6] Bruno Trentin. “La città del lavoro”. Feltrinelli, 1997
[7] Miquel Falguera MUJER Y TRABAJO: Entre la precariedad y la desigualdad en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/mujer-y-trabajo-entre-la-precariedad-y.html

MIQUEL FALGUERA: Carta abierta a los sindicatos en http://theparapanda.blogspot.com/2008/01/miquel-falguera-carta-abierta-los.html
[8] Antonio Baylos en “El sindicato y la acción colectiva de los trabajadores en la empresa: la identidad segura” en “Sobre el presente y futuro del sindicalismo. Libro de Homenaje a Umberto Romagnoli” (Fundación Sindical de Estudios” (Madrid, 2006)
[9] ¿TIENEN SENTIDO YA LOS COMITES DE EMPRESA?. Mano a mano Antonio Baylos y José Luis López Bulla en http://lopezbulla.blogspot.com/2006/06/tienen-sentido-ya-los-comites-de.html

02 October 2008

SINDICALISMO Y MEDIOAMBIENTE

¿SINDICALISMO DE LOS ANTIGUOS O SINDICALISMO DE LOS MODERNOS? (El sindicalismo en el paradigma medioambiental)


Granada 1, 2 y 3 de Octubre de 2008. Jornadas del Consejo General del Poder Judicial sobre Condiciones de trabajo y medio ambiente.


José Luís López Bulla, Consejero del Consell de Treball Econòmic i Social de Catalunya (CTESC)


Agradezco muy de veras a los organizadores de este encuentro que hayan pensado que un servidor --un sindicalista emérito y jubilado por mandato administrativo-- podía estar en algunas condiciones para intervenir en este importante seminario. Ciertamente, la relación entre el sindicalismo confederal y el paradigma medioambiental es una gran cuestión. Digamos, pues, que el Consejo General del Poder Judicial tomó una decisión tempestiva a la hora de promover estas jornadas; en ese sentido procuraré hacer las cosas con el mayor aseo posible y, por supuesto, con la soltura que da el hecho de no ejercer, desde hace ya algún tiempo, responsabilidad alguna en el sindicato. Gracias nuevamente.


Introducción

Cuando a mediados de los años setenta del siglo pasado Enrico Berlinguer lanzaba su propuesta sobre l’austerità, un grupo de sindicalistas de Cataluña reflexionamos sobre lo que dijo el amigo italiano; tras nuestra perplejidad, aplaudimos su coraje pero al día siguiente volvimos a nuestros idiotismos de oficio (1). Ni siquiera caímos en la cuenta de que podíamos experimentar gradual y modestamente algunas propuestas en nuestro quehacer cotidiano. En realidad hicimos tres cuartos de lo mismo que nuestras amistades sindicales europeas. Así pues, la voz berlingueriana, en nuestro caso, también clamó en el desierto sindical en paralelo al desierto político de sus mismos correligionarios más directos. Por decirlo amablemente, los sindicalistas de mi quinta estuvimos realmente distraídos. Cosa grave por dos razones: una, perdimos una buena ocasión para corregir –aunque fuera parcialmente— algunas gangas que nos venían de muy atrás; dos, trasladamos esta distracción a una herencia poco recomendable para las actuales generaciones de sindicalistas.

Primera conclusión provisional: el movimiento organizado de los trabajadores y el sindicalismo confederal no estuvieron al tanto del mensaje. De hecho esta distracción se mantiene en lo esencial. Ello no contraviene la aparición de algunas novedades de signo positivo en la acción colectiva del sindicalismo que, aunque minoritarias, expresarían la posibilidad de darles mayor difusión y ser, por así decirlo, elementos conductores de contagio. Es propósito de estas reflexiones proponer las pistas que, a mi juicio, explicarían el profundo retraso (más bien, la desubicación) de la acción colectiva del sindicalismo confederal con relación al medioambiente. Y desde ahí –desde esas pistas-- establecer como hipótesis la manera de aproximarse mejor a una práctica eficaz. Antes de entrar en materia, no obstante, desearía hacer una aclaración metodológica: aunque estimo el medio ambiente como un todo inescindible (esto es, el centro de trabajo y lo que convencionalmente se entiende por medioambiente) me es más útil, a efectos expositivos, hablar aparentemente por separado de lo uno y de lo otro. Al primer escenario le llamaré ecocentro de trabajo; al segundo, medioambiente. En todo caso procuraré dejar claro –al menos esa es mi intención-- los vínculos entre lo uno y lo otro.

1.— El sindicalismo ha sido durante muchos años (de hecho en la mayor parte de su importante biografía) un sujeto subalterno de la izquierda política y, en concreto, del partido que le apadrinó, a veces de manera autoritaria. Esto explica que el sujeto social dependiera de las grandes opciones políticas y culturales del partido político en cuestión. Así las cosas, el fetiche del desarrollo sin límites –propio del positivismo decimonónico y de sus inercias a lo largo de gran parte de la pasada centuria que indistintamente compartieron los partidos burgueses y los partidos obreros-- se trasladara in allegato a los sindicatos europeos. Por si fuera poco, la literatura más publicitada de Karl Marx (El Manifiesto del Partido Comunista y la Crítica al Programa de Gotha) daban pie no sólo a una enfática militancia en pro del crecimiento sin límites sino, especialmente, a su más exaltada sacralización. Diremos, para no dejarnos casi nada en el tintero, que las autoenmiendas del viejo Marx, el de los Grundisse, los leerían cuatro y el cabo. O lo que es lo mismo, las correcciones que Marx introdujo posteriormente no sólo no se conocieron sino que hubo fuertes intereses desde sus sedicentes parciales para echarle siete llaves al sepulcro de aquellos manuscritos.

En resumidas cuentas, el sindicalismo y, por supuesto, la izquierda no contestaron el modelo de crecimiento, sino el reparto de lo que estaba en juego. O, si se prefiere, no pusieron en tela de juicio la producción sino la distribución. Se trata de una limitación, así del sindicalismo confederal como de la izquierda política, que ha recorrido todo el itinerario del siglo XX.

En esa lógica, la subalternidad sindical vuelve a hacer acto de presencia cuando –primero el taylorismo y después el fordismo— el sujeto social contesta sólo el abuso, no el uso, de tales organizaciones del trabajo que, por lo demás, son vistas como definitivamente dadas y sin plazo de caducidad. Y para mayor abundamiento diré que las primeras contestaciones del movimiento sindical al taylorismo fueron ahogadas por el propio Lenin; hasta el mismísimo Antonio Gramsci dedicó algunas páginas, en sus Cuadernos de la Cárcel, de compresión y justificación de la bondad contigente del `americanismo´ taylofordista. En todo caso, el autor del mayor estropicio fue Lenin toda vez que fue el más leído y citado, el más influyente. Es más, a diferencia de la contingencia del italiano, Lenin planteó el taylorismo como un sistema organizacional de carácter inmanente.

El sindicalismo confederal en el ecocentro de trabajo, en esas condiciones, sólo podía contestar el abuso, no el carácter ontológico del sistema de organización del trabajo (la forma de producir) y cómo producirlo, esto es, el uso. Se contesta el abuso, como se ha dicho, especialmente sobre la base de la exigencia del resarcimiento. Es decir, no se pugna, por ejemplo, en a la raíz de la nocividad del ecocentro de trabajo sino sus consecuencias mediante la monetarización resarcida de aquel abuso y en la externalización hacia los sistemas públicos de protección social, también en clave de resarcimientos. De ello habló sin remilgos, en los años veinte del pasado siglo, un brillante, aunque desatendido economista (neoclásico) británico Arthur Cecil Pigou, El Pigou que creó el concepto de “deseconomía externa” como la diferencia entre el coste privado y el coste social de las actividades económicas.


La hipóstasis del sindicato con relación a su partido es la historia de la mayor parte de la biografía, más o menos compartida, del Dios-Padre Partido y de su Hijo, el sindicato. Una genealogía que hoy ciertamente ya no existe, al menos en los sindicatos más importantes europeos, pero que ha dejado una herencia plagada de estropicios culturales y de prácticas derrelictas que todavía campan por sus respetos.

2.-- … Hasta que llegó un momento –no es necesario para esta reflexión datar el momento histórico de ello-- en el que voces autorizadas empezaron a llamar al orden sobre la incompatibilidad entre el tipo de crecimiento sin límites y la defensa del medioambiente. Por supuesto, eran voces que ponían en entredicho potentes intereses económicos; eran ideas-fuerza que también cuestionaban los planteamientos de potente enjundia (Marx et alia) que habían sancionado el dogma desarrollista. Quienes se entrometieran en esa consideración corrían el peligro de todos los heterodoxos: extra ecclesia nulla salus. Ni que decir tiene que, en esa tesitura, los considerables intereses de los estados del llamado socialismo real hicieron suya –con no menor énfasis que en Occidente— la práctica del crecimiento sin límites, y sin controles. Eran indistintas las fábricas de los países del llamado socialismo real de las de Occidente en la externalización hacia el medio ambiente de una cuantiosa porquería. Con la sensible diferencia de que, en Occidente, existían controles y contrapoderes.

Para el sindicalismo –también para el conjunto de las izquierdas tradicionales-- los avisos de los ecologistas eran interferencias que venían a poner en entredicho la relación entre crecimiento y empleo, entre producción y mercado. Nosotros, sindicalistas, íbamos a lo nuestro: vincular el fetiche del crecimiento sin límites al mito del pleno empleo; un pleno empleo especialmente pensado para hombres y de ninguna manera atento a las cuestiones `de género´. De esta manera, además, seguíamos instalados en lo que un avisado Joaquín Nieto ha llamado “la historia de un largo desencuentro” y, con más énfasis, “el antagonismo, incluso virulento, que en algunos momentos del pasado se vivió entre sindicatos y defensores del entorno”, según Joaquín Araujo [De la economía a la ecología, Joaquín Nieto et alia, Trotta, 1995]. Unas relaciones que, también es justo decirlo, fueron entrando en un terreno menos conflictivo ante luchas de resistencia a partir de los sucesos de Río Tinto, en 1988, en protesta por las grandes cantidades de emanaciones sulfurosas, provocadas por el método empleado por la Compañía Minera para tratar el mineral.

3.-- Y casi contemporáneamente a estas voces críticas machaconamente insistentes, empezó a darse una `gran transformación´ (por usar la expresión de Karl Polanyi): el deslizamiento –primero lábil, después abrupto— del sistema fordista hacia otros derroteros. A efectos de esta reflexión es irrelevante cómo debe llamarse esta fase que tiene todas las hechuras de lo que Karl Jaspers, para otros asuntos, denominara una “civilización axial”. Podemos caracterizarla, con Manuel Castells, como la “sociedad informacional” o, por pura comodidad expositiva, el postfordismo. En todo caso, es de cajón que su característica más visible, según lo veo yo, es la profunda, vasta y acelerada innovación-reestructuración global de todos los aparatos materiales e `instrumentos´ inmateriales para la producción y los servicios. En estas nuevas condiciones, el protagonista de este seminario, el sindicalismo confederal, sigue siendo todavía –parodiando a Benjamín Constant— “el sindicalismo de los antiguos”. El sujeto social que, aunque ha roto con el cordón umbilical que le unía a sus mentores políticos, mantiene en las prácticas reales de sus políticas contractuales (con muy escasas discontinuidades) las mismas características de la fase anterior: la que relaciona directamente el crecimiento sin límites y contesta sólo la `distribución´ con la que, en el ecocentro de trabajo, disputa sólo el uso (y no el abuso) del sistema organizacional del fordismo, padre y señor del crecimiento sin límites. La literatura contractual cuando representa una cesura importante y valiosa es una cualificada minoría. Eso sí, apunta tímida y temerosamente a las posibilidades de renovación y al cambio de metabolismo hacia un “sindicalismo de los modernos”, al tiempo que recuerda hasta qué punto es oceánica la personalidad de este “sindicalismo de los antiguos”. Basta comprobar las diversas radiografías que Miquel Falguera ha ido exponiendo sobre el enorme retraso de la negociación colectiva, poniendo al desnudo el imponente calco de miles de cláusulas negociales que mantienen al pie de la letra los contenidos de las viejas y extintas Ordenanzas Laborales de Trabajo (2).

4.-- El “sindicalismo de los modernos” puede afrontar las cosas de las que hablamos de otra manera. De momento cuenta con, por así decirlo, las siguientes ventajas: a) una razonable independencia de proyecto, esto es, no es un sujeto hipostático de partido alguno; b) el fordismo es ya pura herrumbre; c) y el paradigma medioambiental está en el orden del día con mayor o menor adecuación en la retórica sindical, aunque pendiente de su adecuada difusión especialmente en el terreno de las prácticas negociales. En su contra están potentes factores de inercias centenarias y un elevado peso de rutinas, hijas o no de aquellas inercias; no pocas de las cuales son un directo legado de los sindicalistas de mi quinta, como ha anteriormente ha quedado dicho.

Vale decir, en todo caso, que unas y otras gangas están compartidas por sus contrapartes empresariales de las que, al menos en España, poco sabemos de su proyecto de época. De donde se infiere que los actores de la autocomposición de las relaciones laborales parecen desubicados de los grandes desafíos del mundo contemporáneo. En todo caso, comoquiera que el protagonista de este seminario es el sindicalismo, debemos centrarnos en la hipótesis de su propia auto renovación, de su tránsito al “sindicalismo de los modernos”.

Por supuesto, es de la mayor importancia que sea la casa sindical quien diseñe el proyecto de renovación y, en lo que ahora nos incumbe, a su capacidad (no fácil, desde luego) de establecer un vínculo aproximadamente virtuoso con el paradigma medioambiental y en el ecocentro de trabajo, y entre éste y aquel. Digo que no será fácil porque, aún corrigiendo la literatura real –vale decir, las prácticas contractuales-- deberá echar las cuentas con los humores de esa venerable anciana que es doña Correlación de Fuerzas. Una vieja dama que, si bien coquetea con las contrapartes empresariales, también puede beber los vientos por el sindicalismo de los modernos. En todo caso, si el sindicalismo confederal construye un proyecto real, de clara naturaleza compatible con el medioambiente y en el ecocentro de trabajo, compartiéndolo con quienes están dispuestos a ello, podemos establecer la hipótesis que serán menos las dificultades. Compartir el proyecto con el mundo de la intelligentsia (en primer lugar con la ciencia, la técnica y las humanidades del iuslaboralismo). Por lo demás, tampoco es exagerado afirmar que se está en mejores condiciones que hace años: la existencia del sindicato mundial (la Central Sindical Internacional) avala lo que, en principio, se enuncia como hipótesis. Hecho ciertamente novedoso porque esta organización es global, unitaria y plural. Y, desde luego, razonablemente independiente.

El instrumento esencial del sindicalismo es la contractualidad en su sentido más amplio. Una compatibilización entre las políticas contractuales de tipo macro con la negociación colectiva es, desde luego, el camino para darle un contenido difuso a los nuevas demandas de signo ambientalista. A condición, naturalmente, de que se tome buena nota de la defunción del fordismo tanto en sus características más históricamente llamativas como en la pérdida de su anterior potencia política y cultural. No tiene sentido, pues, que desde las grandes solemnidades congresuales se aprueben algunos pespuntes ambientalistas y, en el momento del tercio de varas, se presenten plataformas negociales de rancia estampa como si estuviéramos todavía en el fetiche del crecimiento sin límites; ni tampoco tiene sentido proclamar con Manuel Castells la era de la información y, en el momento de la verdad, poner encima de la mesa un petitorio estrictamente fordista. De ahí la ineludible auto renovación de los contenidos de las políticas contractuales, de la ubicación de todas ellas en el hecho tecnológico y sus vinculaciones con el medioambiente como elemento central del welfare ambiental, nueva versión obligada del Estado de bienestar. En el bien entendido de que todas ellas –políticas contractuales, cuestión medioambiental y dicho welfare— no son variables independientes las unas de las otras. Sino componentes, que aunque diversos, conforman el mismo paradigma. Esta es la prueba del algodón del sindicalismo de los modernos.

5.-- Pienso, en todo caso, que el sindicalismo de los modernos necesita poner encima de la mesa una cuestión de gran formato: la austeridad: la austeridad tal como la entendió verdaderamente Enrico Berlinguer que fue, en su día, piedra de escándalo no sólo en el resto de organizaciones políticas sino incluso en las diversas sensibilidades del propio partido comunista italiano. Unos la entendieron como un planteamiento miserabilista, otros hicieron correr el infundio de que era una utopía, por así decirlo, franciscana. Aclaremos que la austeridad no es la tendencia a la nivelación de la indigencia: es el desafío organizado, sobre todo, al gran problema del cambio climático y todos los elementos de indeterminación que provocan las agudas crisis globales, cada vez menos esporádicas, por ejemplo, de las materias primas tanto alimenticias como energéticas. Así pues, la política de austeridad pone como elementos centrales: el modo de producir, qué debe producirse, hacia dónde deben orientarse las inversiones, con qué alternativas y su relación con el mercado, esto es, con los consumos. Que debería orientarse a incentivar los consumos sociales que, por lo demás, son mucho menos costosos, considerados globalmente, que todos los consumos individuales, sobre todo los más llamativamente banales del alienante consumo farfolla. Lo que implicaría, a mi entender, una profunda reflexión sobre el uso social de las conquistas del sindicalismo. De esto hablaremos dentro de unos momentos.

En ese sentido parece que lo urgente no es reclamar la solución sino saber cómo empezar y qué sostenibilidad debe tener esa acción colectiva del sindicalismo de los modernos y del conjunto de lo que pacatamente se ha dado en llamar los `agentes sociales´ y la traslación de sus prácticas concertadas al universo de las relaciones laborales. Aclaro: prácticas concertadas que, siendo reales, tengan como sentido la defensa y promoción del paradigma medioambiental. Lo que se dice enfáticamente porque no es infrecuente la existencia de placebos en las negociaciones que, para decirlo con un famoso idiolecto granadino, acaban siendo pollas en vinagre. Se recuerda a quien desconozca el dialecto natío de estas tierras que las pollas son esas gallináceas de sabor insulso, que abundaban en los tejares, y que para enmascarar su insípido sabor se les rociaba vinagre a todo meter. Naturalmente no estoy impugnando ningún tipo de acuerdos genéricos o genericistas –al fin y al cabo es la venerable dama doña Correlación de Fuerzas quien manda. El problema es que se pone más retórica en la apariencia que en el tesón realmente negociador.

La conducta amplia y extensamente negociadora del sindicalismo confederal, expresamente referida al tema que nos concierne en estas reflexiones, debería atender a uno de los problemas que nunca han sido tomados en consideración: el uso social de las conquistas sociales. Por ejemplo, la relación entre reducción de los tiempos de trabajo y el uso social de esta conquista sindical. Cada descenso de los tiempos de trabajo ha ido acompañado, casi generalmente, por dos elementos: o bien ese descenso ha sido rellenado por tiempo extraordinario de trabajo o por un uso banal del tiempo de vida. En esta reflexión no nos importa demasiado lo primero que, en el fondo, es un problema de organización del trabajo. Es lo segundo lo que nos provoca algunas meditaciones. Que ya poco tienen que ver con los sistemas organizacionales del ecocentro de trabajo sino a lo que, enfáticamente, podríamos llamar modelos de vida o, si se prefiere, modelos de sociedad.

Hemos dicho más arriba que la política de austeridad no equivale en absoluto a una reedición de la indigencia, tampoco a lo que el maestro Umberto Romagnoli entiende por pobreza laboriosa. Aclaremos concretamente que no es equivalente a la recurrente moderación salarial que los diversos ilustrados reclaman para los demás, aunque no para ellos mismos. Se trata de un modelo de sociedad, de pautas culturales, compatibles con la defensa y promoción del (único) medioambiente de que dispones. Es un cuadro de vínculos entre, por así decirlo, los poderes adquisitivos dignos referidos a un trabajo decente en la acepción que Juan Somavía dio a esta expresión. Se trata de un hallazgo de gran pregnancia que relaciona la libertad, la igualdad, la seguridad y la dignidad humana, entendidas todas ellas como inescindibles entre sí. A retener que la esta caracterización de Somavía ha sido hecha como propia por la Organización Internacional del Trabajo.

La austeridad tiene también como elementos de acompañamiento la humanización del trabajo –de un trabajo especialmente libremente elegido-- en el cuadro de una profunda reforma de la empresa y del ecocentro de trabajo (2). Por tanto reclama un nuevo diseño de la economía que pone las bases gradualmente (tras la desaparición del sistema fordista) para producir unos bienes que den sostenibilidad a la defensa y promoción medioambiental. Se trata, en suma, de un reformismo fuerte con sentido y que, por lo tanto, nada tiene que ver con los mitos en lo que, en mayor o menor medida, ha estado enclaustrado el movimiento organizado de los trabajadores, así en el terreno ideológico como en el de la acción colectiva del “sindicalismo de los antiguos”.

6.-- ¿Está en condiciones el sindicalismo de los modernos de encarar estos rotundos desafíos? Como hipótesis mi respuesta es positiva. Pero no es incondicional. Una incondicional que no se basa esencialmente (aunque lo tiene en cuenta) en la importante biografía del “sindicalismo de los antiguos”, en sus conquistas sociales de civilización, también en los logros históricos que ha conseguido tanto en primera persona como en su papel deuteragonista o, simplemente, como figurante de la representación.

Digo que mi respuesta es positiva aunque no incondicional. Es decir, siempre que incardine su acción proyectual en la realidad del nuevo paradigma postfordista y de la gran transformación que se está operando, cuya esencia ya no es contingente sino de muy largo recorrido. Siempre que, como ha quedado dicho, establezca los vínculos y compatibilidades entre ecocentro de trabajo y medioambiente, entre esa díada y Estado de bienestar, y todo lo anterior como obra arquitectónica orientada a un diverso modelo de sociedad y pautas culturales.

Por si fueran poca la tarea, pienso además que la respuesta positiva sobre la capacidad del sindicalismo confederal para abordar los desafíos mencionados, me cabe señalar otra tanda de condicionamientos que el sujeto social debería proponerse gradualmente ordenados. Son los que siguen: la reforma de la empresa, la forma sindicato; los saberse del sindicalismo confederal; la participación activa e inteligente del conjunto asalariado; los (implícitamente) coaligados en el proyecto; las relaciones entre el sindicalismo y el iuslaboralismo

La reforma de la empresa es, en ese sentido, esencial. En las siguientes direcciones: a) la humanización del trabajo, b) el modelo de producir, y c) la nueva acumulación de derechos de ciudadanía social –los bienes democráticos en el ecocentro de trabajo. Se trata, dicho sin ambages, en procurar una nueva orientación que conduzca a una eficacia y eficiencia sostenibles en la empresa (3).

La humanización del trabajo fue una de las obsesiones del italiano Bruno Trentin, posiblemente el sindicalista más fascinante de la segunda mitad del siglo pasado (4). Él mismo remachaba tesoneramente que la principal vía para conseguirla era la intervención cotidiana en los sistemas de organización del trabajo mediante el instrumento de la codeterminación. Que, me excuso por la impertinencia, no puede ser confundido con la cogestión. La codeterminación, pues, como fijación negociada de las condiciones para el trabajo y las condiciones de trabajo. Muy en especial en todo lo atinente a la flexibilidad que ya no es un instrumento contingente sino inmanente, de muy largo recorrido. Una pieza clave, pienso yo, en el proyecto del sindicalismo de los modernos, capaz de transformar lo que en la actualidad es una patología en un instituto propulsor de autonomía y autorrealización personales. Y, acorde con nuestra reflexión central, en uno de los elementos claves –como condición necesaria, aunque no suficiente-- para la compatibilización entre ecocentro de trabajo y paradigma medioambiental. En ese sentido, me parece sorprendente el agobiante perecear del sindicalismo confederal que todavía no ha planteado (ni siquiera en la retórica congresual) tan notabilísimo planteamiento. Sostengo que la codeterminación, por las razones que he señalado, es el principal derecho de ciudadanía social que es exigible en el ecocentro de trabajo.


La forma sindicato que todavía mantiene el sindicalismo confederal choca abruptamente con las grandes transformaciones en curso, unos cambios que, aunque vienen de tiempo atrás, se diría que no han hecho más que empezar. Hace ya muchos años que vengo sosteniendo una polémica pública con sindicalistas y iuslaboralistas acerca de la inconveniencia de la forma sindicato. Una forma que alcanza su mayor inadecuación en el ecocentro de trabajo donde la representación del sindicalismo también es una proyección del sistema fordista. Así pues, sostengo que con la forma actual del sindicalismo confederal es una certeza que éste no podrá encarar los grandes desafíos de que estamos hablando; si cambia de morfología –en la dirección que nos aprestamos a sugerir— cabe la posibilidad de que el sindicalismo confederal pueda encarar los mencionados retos y desafíos.

La renovación de la representación sindical debe abordar los siguientes aspectos que, de modo esquemático, vamos a plantear: 1) el modelo dual en el ecocentro de trabajo que comporta la existencia de los comités de empresa y las secciones sindicales; 2) la representación de las diversas subjetividades en el ecocentro de trabajo; y 3) la arquitectura vertical del sindicato. Unas y otras son muy pertinentes en estas reflexiones en tanto que condiciones necesarias (tampoco suficientes) para que el sindicalismo tenga mayor fuerza representativa y estable, como vectores para que el sujeto social tenga más afiliación y, desde ahí –también como hipótesis-- jugar un papel (junto a otros agentes sociales) en la política de austeridad, en un proyecto asumido activamente capaz de compatibilizar las diversas variables y, así, intervenir en los grandes temas de la defensa y promoción medioambientales. Vayamos por partes.

El comité de empresa, un instituto nacido en el apogeo del particular fordismo español, es un instrumento obsoleto. Especialmente por su naturaleza `autárquica´ y particularista. Realmente es chocante que, cuando la empresa es principalmente global, esta representación de los trabajadores, el comité, no sólo no es global sino que ostenta su particularismo. En esas condiciones no puede establecer un itinerario que vincule su acción colectiva en el ecocentro de trabajo con la cuestión ambiental y el diseño de unas políticas welfarísticas de nuevo estilo. Digamos que la autarquía del comité y su particularismo no son límites; se trata de su propia personalidad, de su carácter en tanto que instrumento. De modo que ese carácter definidito (por ley) comporta, ciertamente, límites. Por lo demás, el comité de empresa es un instrumento que `secuestra´ la afiliación al sindicalismo confederal. Si me defiende el comité, ¿a santo de qué voy a afiliarme al sindicato?, parecen decirse millones de asalariados. De ahí que venga propugnando, desde hace mucho tiempo, que la representación social en el ecocentro de trabajo la tenga el sindicalismo. No es que éste sea naturaliter un sujeto extrovertido y capaz de internvenir de esa manera en esta época de innovación-reestructuración postfordista. Pero sí es una razonable hipótesis. Lo que no cuadra –esto es una certeza-- es el carácter de un instrumento de rancia estampa fordista cuando este sistema se ha ido con la música a la cacharrería.

Los sindicalistas de mi quinta diseñamos una morfología de sección sindical (e incluso de comité) que, ya en aquellas calendas, empezaba a estar desfasada de los cambios y transformaciones en la estratificación del conjunto asalariado en el centro de trabajo. No sabíamos más y aquellos polvos de antaño se convirtieron, por así decirlo, en estos lodos de hogaño. Éramos, además, unos sindicalistas que concebíamos, también como gangas heredades, la concepción de un sindicalismo masculinista. Tampoco, con el paso del tiempo, fuimos capaces de rediseñar un modelo de representación hospitalario con las nuevas emergencias que iban apareciendo en la gran transformación de la que empezamos a ser testigos de primer orden. Esto es, la mítica (y, con frecuencia, mitificada) unidad de la clase trabajadora era una poderosa legaña que nos dificultaba ver hasta qué punto en el centro de trabajo aparecían visibles diversidades categoriales que iban menguando el tipo de trabajador fijo: fijo en el centro de trabajo, fijo en el puesto de trabajo.

El panorama ha cambiado radicalmente. Sin embargo, la forma de representación sigue exactamente igual a la que nosotros dejamos estructurada. Visto lo cual, así las cosas, vale le pena recordar lo que se afirma en un recitativo de la mozartiana ópera “Il Rè pastore”: Olà che più si tarda? O sea, hay que ver lo que le cuesta al sindicalismo cambiar tan vejestorio y ya inútil forma de representación.

Por último, en este apartado, la verticalidad del sindicalismo es un sonado anacronismo en estos tiempos de la horizontalidad de las novísimas tecnologías. Cuando hablamos de `verticalidad´ nos estamos refiriendo a la estructura piramidal de sus estructuras, otro de los contagios que le viene, de un lado, de la forma partido, y, de otro lado, de la potente influencia que le dejó tanto el taylorismo como el fordismo.

En resumidas cuentas, la permanencia de los comités de empresa, la inadecuación representacional de los colectivos emergentes y la verticalidad del (todavía) sindicato de los antiguos hace que con la acentuación del paso del tiempo y acumularse todo un elenco de problemas comunes, las viejas estructuras sindicales están cada vez menos preparadas para gestionar e interpretar los desafíos epocales que tenemos delante de nosotros, tal como expresara en su día el maestro Trentin en “Rimettersi in discussione” Internista a Bruno Trentin a cura de Mimmo Carrieri, Quaderni rassegna sindacale, num. 4, 2001).


Los saberes del sindicalismo confederal representan ya un considerable acervo cultural. Miles de sindicalistas que han intervenido en los más variados procesos negociales y de reestructuraciones diversas nos vienen a decir que es en esa geografía social donde se acumulan los más grandes talentos de los movimientos políticos y societarios. Es más, no pocas pequeñas grandes transformaciones del y en el centro de trabajo han sido obra de propuestas y exigencias de esa gran cantidad de conocimientos empíricos. Y más, nunca como en los tiempos presentes, el sindicalismo confederal contó con tanta presencia en sus filas de personas con titulación universitaria, no pocos son sindicalistas con “mando en plaza”. De ahí que no acabe uno de explicarse las razones de tanta tardanza en abordar el signo de los tiempos. Pero, en todo caso, la existencia de conocimientos empíricos de unos y saberes académicos de otros representan una posibilidad (ciertamente, tampoco incondicional) para ir concretando un gradual cambio de metabolismo en el sindicato de los antiguos en la dirección de sindicato de los modernos.

En ese orden de cosas, este importante general intellect (por utilizar un concepto marciano), esta inteligencia colectiva que se encuentra así en las estructuras de la casa sindical como en el conjunto asalariado nos trae a colación dos cosas muy relevantes. Una, las mejores condiciones del sindicalismo confederal para elaborar autónomamente su propio proyecto; sus saberes ya no dependen de los préstamos a plazo fijo de sus viejos mentores, los partidos políticos. Otra, tales saberes pueden ser el elemento central de los hechos participativos que debe procurar el sindicalismo o, lo que es lo mismo, el general intellect expresa su utilidad en la participación activa e inteligente, formada e informada del amplio colectivo humano del sindicalismo confederal.


La participación activa e inteligente daría un nuevo impulso a lo que he dado en llamar el sindicalismo de los trabajadores, que es cosa distinta del sindicalismo para los trabajadores. El primero connota que el sujeto social viene legitimado, mediante los hechos participativos, por el conjunto asalariado; el segundo no deja de ser, visto con los ojos del sindicalismo de los modernos, una autolegitamación y, por lo tanto, una recreación itinerante de su propia autorrefencialidad.

Precisamente por la cesura que representa el sindicalismo de los modernos con relación al de los antiguos en el cuadro de una nueva acción colectiva en el terreno de las prácticas con sentido ambientalista y en el ecocentro de trabajo, la participación no es sólo un bien democrático de la comunidad social, sino el instituto útil para poner el almacén de saberes y conocimientos al servicio de las prácticas contractuales. En ese sentido podemos hablar de avances notables en, por ejemplo, el sindicalismo italiano. En el pacto interconfederal, la CGIL, CSIL y UIL han generalizado lo que, hasta hace poco, era una práctica casi exclusiva de los metalúrgicos de la CGIL: el referéndum vinculante a la hora de decidir si se firma o no el convenio en cuestión. Lo que, en el fondo, vendría a expresar metafóricamente que estamos ante algo así como el ejercicio de la soberanía sindical, entendida ésta como lo siguiente: ante temas de alto calado –y el convenio colectivo lo es-- la soberanía reside en todos los afectados, inscritos o no en la organización. En el caso italiano, por lo demás, nos encontramos con un sofisticado planteamiento, a saber, se define qué corresponde y qué no corresponde a cada organismo dirigente. De esta manera, entiendo que en el sindicalismo de los modernos no reza el famoso constructo ciceroniano: el que puede al más, puede a lo menos.

En todo caso, la participación debe contar con una normativa concreta que conceptualmente debería basarse en las siguientes consideraciones que tomo prestadas de Fernando Quesada. Este filósofo cita en su libro “Sendas de democracia, entre la violencia y la globalización” (Trotta, 2008) a I. Santa Cruz (5). Santa Cruz resume en cuatro características la idea de igualdad –que en este caso vale para establecer las condiciones igualitarias de la participación--, a saber: la autonomía, como posibilidad de elección y decisión independientes; la autoridad, en cuanto ejercicio real de poder; la equifonía, que equivale al uso libre de la palabra y su toma en consideración de los procesos argumentativos que hacen posible una decisión; y la equivalencia o, lo que es lo mismo, ser reconocido y poder actuar como quien un valor en posición de simetría respecto a los demás. En resumidas cuentas, la participación y sus normas no son un estatuto concedido desde los grupos dirigentes; es principalmente la práctica colectiva que legitima el discurso sindical, que no se agota en la administración institucional del poder sino que remite a los procesos democráticos de formación de la voluntad (6).


Los (implícitamente) coaligados en ese proyecto, cada cual desde sus diversidades o, lo que es lo mismo: comoquiera que ninguno de los desafíos que nos conciernen puede ser obra del monopolio de la acción colectiva del sindicalismo de los modernos, es preciso que éste se proponga como línea de conducta establecer una alianza –no necesariamente orgánica-- con todos aquellos que están interesados en las reformas que aquí estamos proponiendo. Se trata de que todos ellos compartan diversamente el paradigma de estas transformaciones: la reforma del ecocentro de trabajo, su vinculación con la defensa y promoción del medioambiente y los vínculos de lo anterior con el welfare ecológico. Digo `diversamente´ porque son muy distintos los mecanismos e instrumentos, las prioridades de los intereses y la metodología de cada cual. En ese cuadro de `coaligados´ está también la política, a la que el sindicalismo de los modernos debe mirar de una manera digamos laica. Cierto, no serán fáciles las relaciones del sindicalismo confederal con sus coaligados, especialmente con los movimientos ecologistas.

En ese sentido, las relaciones entre sindicalismo y movimientos ambientalistas no sólo no han sido fáciles sino que frecuentemente se han caracterizado por no pocas asperezas, con intentos de instrumentalización del uno al otro y viceversa. Pero el fondo del problema está en otro sitio: en la personalidad específica de ambos. De un lado, el sindicalismo negocia; de otro lado, los movimientos ecologistas y ambientalistas no negocian, al menos este es el caso de España. Esto conduce –por decirlo caricaturescamente— a que la acción colectiva del sindicalismo sea de naturaleza reformista y de los movimientos, en mayor o menor, medida sea antagonista. Con todo, el sindicalismo de los modernos no puede no relacionarse con dichos movimientos, confrontándose abiertamente con ellos y siendo algo más que receptivo a las propuestas factibles que le llegan desde dichos sectores. Es más, incorporando al proyecto sindical aquellos planteamientos que no contradicen su proyecto de compatibilización del ecocentro de trabajo, el paradigma medioambiental y el welfare.


El sindicalismo y iuslaboralismo han conformado, a lo largo del siglo XX, una auténtica y conflictiva pareja de hecho que, en mi opinión, parece entrar en una nueva fase de desapego de los unos con relación a los otros. Por cierto, este foro me parece una muy buena ocasión para hablar, aunque sea de refilón, de este asunto que me viene preocupando desde hace ya algunos años.

Soy de la opinión que la crisis de relaciones entre la pareja de hecho tiene su explicación en los retrasos de ambos. De un lado, el sujeto social sigue siendo el sindicalismo de los antiguos; de otra parte, el Derecho del Trabajo parece haber entrado –según el maestro Romagnoli— en el congelador: “más estrábico que miope, el Derecho del trabajo no ha comprendido a tiempo que estaba convirtiéndose nada más que el derecho de los ocupados y, por tanto, en un instrumento de privilegiados en defensa de sus empleos, mientras que –cuando al trabajo perdido se suma una cantidad de trabajo ingente no encontrado— el estado de necesidad y marginalidad social son connotaciones que cualifican fundamentalmente a los sin trabajo que, en la sociedad de los dos tercios, constituyen justamente el tercio excluido” (6). Quisiera advertir que no estamos haciendo una digresión en torno al tema que nos ocupa. Cuando Aris Accornero, profesor de Sociología industrial en La Sapienza, habla de la gran conquista de civilización que supuso el derecho del trabajo, está explicando hasta qué punto ese almacén de bienes democráticos que lo conforman ha estado acompañando al sindicalismo a lo largo del siglo XX: lo que hemos dado en llamar el sindicalismo de los antiguos. Así pues, ¿por qué no pensar que el Derecho del trabajo no puede acompañar, desde su propia autonomía y singularidad, al sindicalismo de los modernos?

En mi opinión dos son los elementos que parecen explicar la crisis del Derecho del trabajo: de un lado, el agostamiento de la negociación colectiva que no propone nuevas fuentes de derecho propias de esta fase de innovación-reestructuración; y, de otro lado, el deslizamiento de su estatuto epistemológico hacia otras disciplinas, concretamente el iusprivatismo. Razón de más, estimo, para propiciar una reaproximación de relaciones de la vieja pareja de hecho. En caso contrario, el derecho del trabajo, “el viejo trasatlántico” en expresión de Miquel Falguera, perdería el timón, el puente de mando y hasta la sala de máquinas. Ahora bien, esta reaproximación de la pareja de hecho no vendrá, a mi entender, de un modo voluntarioso. Sino de la nueva actividad del sindicalismo de los modernos, de la puesta al día de sus prácticas contractuales, en tanto que fuentes de derecho, capaces de establecer, gradualmente, los vínculos y compatibilidades (necesarios y aproximadamente suficientes) entre el ecocentro de trabajo, el medioambiente y las políticas de welfare ecológico.

7.-- Punto final. A lo largo de esta reflexión se han ido avanzando diversos retales sobre el sindicalismo de los modernos. La insistencia en esa formulación se explica porque sólo desde esa nueva personalidad podría el sujeto social abordar los grandes desafíos que han motivado la celebración de estas jornadas granadinas. Una vez situados dichos fragmentos, parece conveniente enhebrarlos (aunque fuera con ligeros pespuntes) y proceder a una primera definición `orgánica´ de lo que entiendo por sindicalismo de los modernos.

Es el sujeto social que hereda la voluntad de alteridad del sindicalismo de los antiguos, convirtiéndola en no ya en deseo sino en realidad inobjetable. Que establece su personalidad conflictual en el paradigma que ya no es el fordista, y es en la nueva fase donde propone unas prácticas contractuales acordes con la realidad tecnológica de nuestros tiempos. Que establece una metodología de vínculos y compatibilidades de las diversas variables (no independientes) del y en el ecocentro de trabajo, el medioambiente y el welfare ecológico. Que propone una política de austeridad, esto es, de lucha contra los despilfarros de todo signo. Y que, para ello, tiene el coraje de auto reformarse tanto en la forma sindicato como, desde ahí, incitar al conjunto asalariado a una generalizada participación activa e inteligente. Que no actúa como un cuerpo solipsista sino de manera extrovertida con todos aquellos que quieren compartir (diversamente) la defensa y promoción del medio ambiente. En definitiva, estamos hablando de un proyecto sindical que nace en el espacio empresa como “lugar donde se desarrollan institucionalmente las relaciones de poder derivadas de la doble dimensión, colectiva e individual, del trabajo asalariado [… ] como elemento decisivo en la conformación de la identidad del sindicato” (8). Así las cosas, el ecocentro de trabajo y el actual espacio empresa, exigirían una nueva identidad sindical. La hipótesis de que pueda conseguirse no es infundada: a condición de que el sindicalismo desaprenda una buena porción de las prácticas desubicadas de la nueva realidad, y a condición también de que se aplique en una nueva alfabetización ambientalista. Este sería un prerrequisito indispensable para todos aquellos que quieran compartir diversamente (el sindicalismo de los modernos entre ellos) la defensa y promoción del medio ambiente con una estrategia de crecimiento cualitativo.


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(1) Enrico Berlinguer. Austerità: Occasione per trasformare l’Italia. Conclusioni al Convegno degli inttelettuali. Roma, 15.1.1977 en
http://209.85.129.104/search?q=cache:bqtza-QcMTsJ:www.greenreport.it/file/docs/Berlinguer%2520%2520eliseo.pdf+Berlinguer+austerit%C3%A0&hl=it&ct=clnk&cd=2&gl=es&lr=lang_it&client=firefox-a

(2) Miquel Falguera en
MIQUEL FALGUERA: las dobles escalas salariales en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/miquel-falguera-las-dobles-escalas.html
Miquel Falguera MUJER Y TRABAJO: Entre la precariedad y la desigualdad en http://theparapanda.blogspot.com/2008/05/mujer-y-trabajo-entre-la-precariedad-y.html
MIQUEL FALGUERA: Carta abierta a los sindicatos en http://theparapanda.blogspot.com/2008/01/miquel-falguera-carta-abierta-los.html

(3) José Luis López Bulla “La reforma de la empresa”en La factoria, núm 8, Febrero – Mayo de 1999.

(4) Bruno Trentin es un autor de obras de imprescindible lectura. El lector tiene a su disposición una antología de sus escritos en la versión castellana de la Fundación Sindical de Estudios (Madrid, 2007). En lengua catalana hay otra antología, “Canvis i transformacions”, en la Col.lecció de Llibres de CTESC (Barcelona, 2005). Por lo demás, éstos y otros textos los encontrará el ciberlector en la bitácora “Con Bruno Trentin”:
http://baticola.blogspot.com

(5) I. Santa Cruz en “Sobre el concepto de igualdad: algunas observaciones” en Isagoría núm 6 (1992)

(6) Jürgen Habermas: Moralidad, sociedad y ética. Una entrevista de Torben Hend Nielsen.

(7) Umberto Romagnoli, “Renacimiento de una palabra” (Fundación Sindical de Estudios, Madrid 2006).

(8) Antonio Baylos: “El sindicato y la acción colectiva de los trabajadores en la empresa: la identidad segura” en Sobre el presente y el futuro del sindicalismo, a propósito del pensamiento de Umberto Romagnoli. Fundación Sindical de Estudios, Madrid 2006.