12 December 2007

REVISITANDO LOS ORÍGENES DE COMISIONES OBRERAS

O qué utilidades depara esa excursión para estos tiempos de ahora.


Andrés Querol me ha pedido que hable en la Escuela Angel Rozas “sobre los primeros pasos de Comisiones Obreras”. He aquí el texto de mi intervención. La idea es que los jóvenes sindicalistas tengan de antemano estas reflexiones. De esta manera robaré menos tiempo al hipotético coloquio y el resto de los discursos previstos.

José Luis López Bulla (1)

Primero
Son muchos los pensadores que afirman que analizar el pasado conduce a estar al tanto de las cosas presentes y venideras. Naturalmente, todo depende de cómo se enfoque la mirada. Procuraré esmerarme en esa mirada a la hora de revisitar los orígenes de Comisiones Obreras para que estas reflexiones tengan, como propósito central, las utilidades más convenientes con la idea de encarar razonablemente los retos de nuestro tiempo. En todo caso, me importa aclarar de entrada que esta intervención no tiene pretensiones de estudio histórico. Por varias razones: no soy historiador y no creo que los protagonistas de los acontecimientos sean capaces de hacer una adecuada historiografía, ni siquiera aproximadamente objetiva. Así pues, aquí estoy –cosa que agradezco a los responsables de la Escuela Angel Rozas-- para ofrecer unos pespuntes, siempre subjetivos, con la mirada de hoy, de lo que fueron los primeros andares de Comisiones Obreras.
Aunque no hay un momento fundacional concreto, sí estamos en condiciones de aclarar que, en los primerísimos años de la década de los sesenta, existe ya un movimiento de trabajadores que, de manera significativamente descentralizada, está luchando por toda una serie de reivindicaciones muy centradas todas ellas en las condiciones de trabajo. No obstante, debemos señalar que, mucho antes de ese movimiento, se han producido importantes movilizaciones obreras en Catalunya y España. El movimiento –el que motiva estas reflexiones-- tiene un `origen´ inmediato: las posibilidades legales que permite la Ley de Convenios colectivos de 1958. Dicho texto, aprobado por las Cortes franquistas de la Dictadura, abre la posibilidad de que, en los centros de trabajo de una determinada dimensión, los representantes de los trabajadores, elegidos en las elecciones sindicales, puedan negociar el convenio colectivo de centro de trabajo y, con más restricciones todavía, los acuerdos colectivos de ramo profesional. Naturalmente se trata de una legislación restrictiva en un contexto --¿hace falta recordarlo?-- de ausencia de libertades democráticas; más todavía de dura represión de las mismas: una represión amplia que va desde los despidos patronales a las detenciones y encarcelamientos. Esta ley del 58 da voz (también la quita) a los jurados de empresa (la representación de los trabajadores) para poder negociar directamente con la patronal, substituyendo las reglamentaciones salariales que se decidían unidireccionalmente desde el Ministerio de Trabajo. Como es natural, la ley era una medida que necesitaba la peculiar forma de capitalismo de entonces que, a la chita callando, iba dejando de ser autárquico en España; por tanto, la medida convenía a las formas de desarrollo económico que, aunque muy retrasadas con relación a Europa, empezaban a disfrazarse de neocapitalismo a la española.
De manera que, en la gran empresa, con sus particulares características prototayloristas, empiezan a crearse ciertas condiciones para la reivindicación, cuyo objetivo es el intento de negociación, y para ello es necesaria la auto-organización de los trabajadores. Los sindicatos democráticos clandestinos no ven –no pueden o no saben ver-- las novedades que se abren. Aunque no estoy en condiciones de aclarar el orden de prelación de estas dificultades, diré que los motivos de esta dificultad son los siguientes: 1) la represión política que sistemáticamente descabezaba todo intento de organización que, por lo demás, era clandestina; 2) la natural desconfianza con relación a las medidas de la Ley de convenios y la de las elecciones sindicales, y habrá que recordar que el planteamiento de los sindicatos clandestinos, en relación con ambas leyes, era de boicot. Ahora bien, apunto –desde luego, con los ojos de hoy-- a otra explicación que, hasta la presente, no ha sido ni siquiera insinuada.
Pero, a mi juicio, lo más determinante era que el sindicalismo democrático tradicional –me permito esta absurda expresión, `sindicalismo´ y `democrático´ porque el sindicalismo sólo puede ser democrático— era, dicho de forma contundente, un sujeto externo al centro de trabajo. O, si se prefiere de una manera bondadosa, un sujeto parcialmente externo al centro de trabajo. Así pues, las centrales sindicales, anteriores a la guerra civil, eran unas organizaciones externas al centro de trabajo. Porque no consiguieron capacidad contractual en el interior de la fábrica. Así pues, las organizaciones clandestinas (UGT y CNT, perseguidas implacablemente por la dictadura, al igual que las fuerzas democráticas), además de ser lógicamente recelosas de los tímidos cambios que se iban operando, eran por situación (la clandestinidad) y por inercia (sujetos externos al centro de trabajo) organizaciones que no podían ver lo que estaba apareciendo en la realidad. Incluso el comunismo español y catalán fluctuaba, todavía a principios de los sesenta, entre el aprovechamiento de la UGT clandestina y la creación de un grupúsculo sindical, no menos clandestino, como lo fue la Oposición Sindical Obrera (OSO) que, dicho sea con desparpajo, eran cuatro y el cabo.
Mientras tanto, iba apareciendo un movimiento natural: ante cada problema surgían unas comisiones de obreros –unas comisiones obreras, que debemos escribir en minúsculas— que tomaban nota de las aspiraciones del personal, hablaban con la dirección e intentaban, negociando, sacar algo en claro para los trabajadores y sus familias. Conseguido el petitorio o agotado éste, de una u otra forma, el conflicto desaparecía la comisión obrera. Era pues un movimiento fugaz y pasajero. La novedad de estas comisiones de obreros (o comisiones obreras) es que eran un sujeto que estaba en el interior del centro de trabajo y, por lo tanto –ya fuera por necesidad, intuición o sentido común--, el análisis de aquel microcosmos y la reivindicación estaban en aproximada consonancia con los cambios que se iban operando. Comoquiera que no estamos aquí para establecer una cronología de los hechos, diré que se van incrementando las situaciones fugaces y pasajeras y, unas y otras, van adquiriendo una moderada estabilidad. Esto es, lo fugaz se va transformando en permanente. Las comisiones obreras acaban sacando unas mínimas ventajas de constituirse, en los centros de trabajo, en organismos que no se disuelven una vez acabado el conflicto, es decir, se mantienen en grupos estables y permanentes. Empiezan a ser Comisiones Obreras (así en mayúsculas). Cierto, todavía tendrá que llover lo suyo para que ese movimiento decida darse una estructuración de ramo profesional, pero los postigos de la ventana se han abierto de par en par.
El camino que se abre es: si somos un sujeto interno en la fábrica ¿qué orientación central se da a ese movimiento? ¿debe ser clandestino, semiclandestino, abierto? Un movimiento clandestino tiene, en teoría, la ventaja de ser menos vulnerable a la represión; en cambio si es abierto y público, la evidente ventaja es que la conexión directa con los trabajadores es, como hipótesis, mayor, aunque más vulnerable a los diversos tipos de represión. La solución a esta incógnita viene con una primera maduración de nuestras experiencias: el aprovechamiento de los resquicios legales que (parcialmente) posibilita la Dictadura y su combinación con formas ilegales o paralegales de acción colectiva. Por así decir, esta opción era más fiable que organizarse clandestinamente y, desde ahí, convocar por ejemplo un acto ilegal, como lo era la huelga, considerada como delito de rebelión. Por ahí fuimos, especialmente porque, en ese sentido, el comunismo español y catalán se esforzaron en que esa vereda era la más apropiada, y tenían razón. Entre paréntesis, diré que esta fue la orientación que Giuseppe Di Vittorio, a mediados de los años veinte, impuso al sindicalismo italiano en su lucha contra Mussolini, de un lado, y –según supimos posteriormente-- este camino fue el que intentó poner en marcha Joan Peiró, el gran dirigente de la CNT, en la lucha contra la dictadura de Primo de Rivera. Por lo demás, parece probado que Stalin aconsejó muy vivamente a los comunistas españoles, a principios de los cincuenta, una orientación similar, provocando, al principio, una sorpresa mayúscula de Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo. Cierro paréntesis. Aclaro, hasta donde yo me sé, nosotros no conocíamos los planteamientos de Giuseppe Di Vittorio ni nadie citó las orientaciones de Joan Peiró.
Bien, se trataba de optar por consolidar la línea fuerza que, tendencialmente, era la expresión autónoma de aquel movimiento original que teníamos en las manos. Nuestro movimiento debía ser abierto y no clandestino, capaz de combinar las posibilidades de la legislación franquista con las formas paralegales e, incluso, ilegales. Naturalmente esta opción también estaba expuesta a la represión. Pero la solidaridad con los represaliados era mayor si el movimiento tenía esas características públicas.
Soy de la opinión que la discontinuidad histórica que representa aquel movimiento es, precisamente, ser un sujeto interno del centro de trabajo. Lo demuestra la preocupación fundamental: la elaboración de la plataforma reivindicativa, basada (como se ha indicado anteriormente) en las condiciones de trabajo. Es, a partir de esta consideración, de donde se desprenden las originales características de aquella acción colectiva. Tal vez la primera sea la relación entre representatividad y representación de las ya Comisiones Obreras. Llamo `representatividad´ a la capacidad de asumir las anhelos de los trabajadores; y defino la `representación´ como el nivel de apoyo que tales trabajadores ofrecen, de manera fugaz o estable, a los grupos coordinadores de CC.OO., que es de lo que estamos hablando ahora. Ya que esos grupos son un sujeto interno en el centro de trabajo y, comoquiera, que hay un vínculo estrecho entre representatividad y representación, la conclusión evidente es la naturalidad del quehacer democrático y participativo de los trabajadores en aquella acción colectiva, en aquel movimiento. Es lo que he llamado, en otras ocasiones, la democracia próxima, vecina. En suma, es un movimiento de trabajadores que conformará a la larga un sindicato-de-los-trabajadores y no un sindicato-para-los-trabajadores. Que tiene su arranque en –me interesa repetir el concepto— la naturalidad del quehacer democrático y participativo. Y porque si el vínculo que atraviesa la condición asalariada (obrera, diríamos en aquellos tiempos) es de naturaleza social, es claro que quien es un sujeto interno en el centro de trabajo, de manera fácil aúna la representatividad y la representación en torno a la unidad social de masas. Es decir, construye un movimiento unitario: el que se desprende del vínculo social. Parece claro que cuando el sindicalismo era un sujeto externo al centro de trabajo, la contaminación político-partidaria (que separa, legítimamente, a los trabajadores) era una potente interferencia para la unidad del sindicalismo.
Ahora bien, este hiato entre sujeto interno y unidad precisa unas propiedades que estén en concordancia entre sí y con el proyecto unitario. Primero, la representatividad y la representación se concretan en la asamblea en torno a un bidón, un andamio, una mesa de despacho o un pupitre: la democracia próxima, vecina, que construye la plataforma reivindicativa y diseña el (hipotético) ejercicio del conflicto social. Ahí se dibuja la independencia de esa asamblea y el establecimiento de su propia autonomía. La independencia no como elemento en negativo, sino como expresión positiva de depender sólo y sólamente de la representatividad y representación que se ostentan cotidianamente. La auto-nomía como catálogo implícito de unas normas rudimentarias, aunque sólidas que consuetudinariamente se entienden con naturalidad como obligatorias y obligantes, no como mandato estatutario. Es decir, la independencia sindical, así las cosas, no es el resultado de un constructo sino la consecuencia (y, a la vez, el origen) de la elaboración de la plataforma reivindicativa, decidida y apoyada en la asamblea de todos los trabajadores. Es, desde ahí, como se va edificando el andamio de la independencia frente a todos y todo lo que no sea el interés concreto de ese conjunto asalariado.
Una prueba de la sofisticación de nuestro análisis aparece por escrito en la Asamblea de Orcasitas (Abril de 1967). Allí se dejó escrito que propugnábamos un sindicalismo de clase, independiente de la patronal y de todos los partidos políticos (incluidos los partidos obreros); que apostábamos decididamente por las libertades sindicales y el derecho de huelga en todos los países, con independencia de su carácter social e institucional. Estábamos afirmando que, incluso en el socialismo, el sindicalismo y el movimiento de los trabajadores debían ser plenamente independientes, autónomos y contar con el ejercicio de los derechos (incluida la huelga) de todo tipo. En otras palabras, nuestras formulaciones no eran intuiciones u ocurrencias improvisadas, sino la concatenación de unas premisas que venían establecidas tras el hecho incontrovertible de que `aquello´ era un sujeto en el interior del centro de trabajo.
En todo caso (y sin excluir no pocas intuiciones) parece oportuno traer a colación una prueba del razonamiento. Explica el maestro Tuñón de Lara en su Historia de España la importancia de un artículo que Marcelino publicó en el número de Junio de un lejano 1964 de la revista “Cuadernos para el diálogo” lo siguiente:
[...] A la capital administrativa ha sucedido el Madrid industrial; hoy son millares de obreras, que con sus batas blancas o azules, pasan por Atocha camino de Standard, Telefunken o Phillips hacia las máquinas-herramienta y las cadenas de montaje (2).
Aparentemente esta descripción camachiana podría ser interpretada como un relato costumbrista. Pero tiene mucha más miga. Es la percepción de un paisaje socioeconómico que ha desplazado definitivamente lo anterior: por la calle --de la fábrica hasta casa-- el mono azul de un tipo de trabajo asalariado ha emergido y de esa visibilidad antropológica Marcelino saca sus conclusiones sociopolíticas y culturales.
En estas reflexiones estoy hablando poco del papel de los enlaces sindicales y de los jurados de empresa. La razón es clara: es lo más conocido, lo más historiado. Por eso he intentado relatar lo menos sabido. No obstante, para no dejarme nada en el tintero recordaré que ese `entrismo´ (esa parte del aprovechamiento de los instrumentos legales) fue una pieza fundamental, aunque es, parcialmente, una consecuencia del elemento decisivo: ser un sujeto interno en el centro de trabajo. Porque, al fin y al cabo, los enlaces y jurados eran un eslabón imprescindible de aquella democracia próxima y vecina. Fueron la voz más pública y abierta de aquel movimiento. Que sufrimos una dura represión, es cosa sabida. Pero como queríamos peces, no tuvimos más remedio que mojarnos el culo.
Poco diré sobre una importante cuestión de la cuestión nacional de Catalunya que no se haya afirmado y escrito. Tan sólo haré unas apostillas que considero de interés: nosotros no asumimos plenamente la cuestión nacional con el objeto de impedir la existencia de un sindicato nacionalista. Nosotros lo asumimos, también con naturalidad, porque no concebíamos una separación entre lo social y las coordenadas político-culturales (culturales en el sentido gramsciano, naturalmente) del pueblo de Catalunya. Hasta tal punto que si bien en un principio hablamos de sindicato de clase y nacional, no pasó mucho tiempo en que afirmáramos que éramos un sindicatodeclaseynacional. Que pronunciado queda casi igual pero que escrito afirma la distinción.
Segundo
La generación fundadora eran personas cuarentonas. El mismo Ángel Rozas lo era, al igual que Cipriano García, y un poco mayor el compañero Marcelino Camacho. Lo digo para constatar algo elemental: ninguno de ellos tenía experiencia de dirección sindical, porque, en tiempos del sindicalismo democrático, en la República, eran unos chavalillos. Es decir, aprendieron a dirigir, dirigiendo. Y lo insólito, visto con los ojos de hoy, es que –inexpertos, como eran-- pusieron en marcha un movimiento de proporciones, no sólo de novedosa discontinuidad sino de preñez histórica. La tentación de mitificarles forma parte de la naturaleza humana. Y sobre todo del orgullo, a veces desmesurado, que tenemos las organizaciones con nuestros grandes padres. No fueron y ahora no deben verse como mitos, sino como personas de carne y hueso. Esto lo percibió mi suegro Mingu Roig, obrero de la construcción de Mataró que, cuando oyó hablar a Marcelino Camacho en el Pabellón de Deportes por primera vez, le susurró a Martí Bernasach: “Fixa´t Tonet en Marselinu; aquest company és com jo, però en sap mes” [Fíjate, Tonet en Marcelino; este compañero es como yo, pero sabe más]. En realidad la observación que hizo Mingu Roig era probablemente una parte de la potente conexión sentimental que Marcelino establecía con la gente. Y, añadiría ahora, una expresión más de esa democracia próxima y vecina, que promueve una fuerte relación sentimental con la gente. O, por mejor decir, eran la expresión de la condición asalariada concreta, no ideologizada, que conoce los entresijos del microcosmos de la fábrica. Y, ya que el centro de trabajo había cambiado, era preciso que la mirada de aquellas personas, de carne y hueso, no tuviera telarañas.
Bien, mucho han cambiado las cosas. Y, en buena medida, una explicación es que aquel movimiento de trabajadores puso en crisis muchas cosas. De entrada diré que no se explican las actuales conquistas de los trabajadores sin la aportación de aquella acción colectiva. Pero hoy vivimos otros tiempos que tienen más potencialidades que las de antaño: primero, el ejercicio de las libertades democráticas; segundo, la mayor cantidad de dirigentes sindicales; tercero, la acumulación histórica de experiencias de todo tipo. Naturalmente, hoy os encontráis con otro panorama: una profunda transformación de los aparatos productivos, una economía global y más interdependiente que pone en cuestión los viejos poderes de los Estados nacionales; las emergencias de lo que se llama el Estado de bienestar. Es, pues, a vosotros a quienes compete establecer las discontinuidades convenientes para darle mayor consistencia a la representatividad y representación del sujeto sindical. En pocas palabras, ver el deslizamiento del viejo fordismo hacia otro eje de coordenadas en la acción colectiva general de un mundo asalariado lleno de diversidades. La discontinuidad es, pues, cosa vuestra.
Pero, si nadie se escandaliza por el uso de las palabras, diré que la promoción de tales novedades será más fuerte si se retiene una parcela del sujeto conservador que, en parte, es también el sindicalismo. ¿Conservar qué? La democracia próxima, vecina que conduce a ser un sindicato-de-los-trabajadores. Que es substancialmente diverso de un sindicato-para-los-trabajadores.
Tercero.
Tomo carrerilla para ir acabando. Ya he dicho, al principio, que este relato no pretende ser histórico. Lo cierto es que, cuando los protagonistas de unos acontecimientos se ponen a escribir en términos históricos, se tiene la tentación de dorar no poco la píldora. Corresponde a los historiadores –no a la memoria histórica-- seguir historiografiando los primeros pasos de aquel movimiento. Sin trampa ni cartón, desde luego. Poniendo al descubierto las limitaciones que tuvimos en aquellos tiempos. Porque tengo para mí que, todavía, estar por hacerse una historia crítica de aquellos primeros pasos. No sólo la nuestra, también la de aquellas organizaciones sindicales que nos fueron contemporáneas.

(1) Apertura del curso de otoño 2007 de la Escola de Joves Angel Rozas, de CC.OO. de Catalunya.
(2) Marcelino Camacho: "El fetichismo y la realidad", Cuadernos para el diálogo (Junio de 1964)


13 October 2007

ELOGIO DE BRUNO TRENTIN

ELOGIO DE BRUNO TRENTIN


José Luis López Bulla*



La historia del sindicalismo europeo está repleta de personajes muy importantes que, en el caso italiano, es muy llamativo. Nombres como los de Osvaldo Gnocchi-Viani, fundador de las Camere del Lavoro, hace ya un siglo o, muy posteriormente, los de Giuseppe Di Vittorio y Luciano Lama están ya en el imaginario histórico de los trabajadores y el pueblo de Italia. En ese elenco hay que encuadrar ya a Bruno Trentin, posiblemente el sindicalista europeo más fascinante de los últimos cincuenta años. Este libro pretende ser una contribución para que el gran público catalán tenga cumplidas referencias del pensamiento de este personaje, que a lo largo de su actividad, ocupó responsabilidades muy diversas, tanto en la vida social italiana como en la europea. Para ello hemos elaborado una antología de lo que, en los últimos tiempos, ha escrito nuestro autor, ahora a punto de cumplir los ochenta años. Ciertamente, es ya una edad provecta, que en el caso de nuestro autor sigue caracterizándose por una gran actividad pública. El primer aviso a nuestros lectores es: no se fíen ustedes cuando Trentin le dice a los jóvenes, en un coloquio aquí publicado, que es un anciano o un vecchio, pues sigue estando en la brecha más directamente relacionada con los problemas de la gente de carne y hueso, muy especialmente de los jóvenes a los que alude constantemente en los trabajos que figuran en esta publicación.




Primero

Bruno Trentin nació en Pavie (Francia) en diciembre de 1926. Sus padres, miembros activos de la lucha antifascista, tuvieron que exiliarse. Volvió clandestinamente a Italia un jovencísimo Trentin a incorporarse a la actividad clandestina en 1941, concretamente a una Brigada partisana --de la que posteriormente sería su comandante-- hasta el momento de la liberación. Nuestro hombre formaba parte, en aquellos entonces, de la organización Giustizia e Libertà, un partido antifascista en el que también militaron su padre, el famoso catedrático Silvio Trentin, su amigo y maestro en las vicisitudes sindicales, Vittorio Foa, y el eminente filósofo del derecho Norberto Bobbio: todos ellos grandes personalidades de la vida política y cultural italiana. De todas formas, no estamos ante un caso único, pues uno de los aspectos más particulares del sindicalismo italiano es la vinculación de sus cuadros dirigentes, a cualquier nivel, con el mundo de la cultura y la estrecha relación de la intelectualidad con los problemas del universo del trabajo. Una de las consecuencias de todo ello es la muy abundante literatura de los sindicalistas italianos que va desde testimonios biográficos y memorialísticos hasta estudios sobre los temas del trabajo contemporáneo y, también, las constantes reflexiones sobre los temas laborales que, desde el mundo de la intelligentzia, se publican en periódicos, revistas y libros especializados. Esta es una tradición que viene, hasta donde yo conozco, de los viejos fundadores del sindicalismo a principios del siglo pasado, especialmente con la figura legendaria de Osvaldo Gnocchi-Viani, hombre de cultura y sindicalista afamado. Bruno Trentin, como se ha dicho anteriormente, sigue ese camino y, en su caso, representa la figura del sindicalista intelectual que elabora sus propuestas (las necesarias para el ahora mismo y las que perfilan un proyecto de largo recorrido) partiendo de la realidad concreta.


En 1949, Trentin es llamado por Giuseppe Di Vittorio para trabajar en el centro de Estudios Económicos de la Confederazione Generale Italiana del Lavoro (CGIL), cuyo responsable es el ya mencionado Foa. No se olvide que, en ese año, Giuseppe di Vittorio, el máximo dirigente del sindicato, propone el Piano del lavoro (Congreso sindical de Génova) en un país que seguía estando en ruinas, con unos elevados índices de desempleo y un muy considerable atraso en el Mezzogiorno. La propuesta divittoriana, a grandes rasgos, es: un proyecto de desarrollo económico y social para Italia, cuyo objetivo central es el empleo y el crecimiento del Sur, mediante la aportación de una gran masa de capitales públicos y privados y el protagonismo solidario de los trabajadores del Norte. Este proyecto sorprendió a la clase política italiana y desde diversos sectores fue criticada por su “simplismo”, también fue vapuleada por no pocos correligionarios de di Vittorio, Foa y Trentin; en el fondo algunos de ellos se echaron las manos a la cabeza porque consideraban que un sindicato no estaba para eso: un proyecto de tal calibre, afirmaban, era cosa de la política. Pero lo cierto es que el Piano del lavoro dejó una profunda huella indicando algunos de los rasgos más esenciales de la propia CGIL: el sindicalismo no puede delegar en nadie sus propias responsabilidades, ni dimitir de la solidaridad con el Mezzogiorno. Y todavía diría más, ahora de manera un tanto arriesgada: en cierta medida, una parte considerable de la pedagogía del Plan explica los comportamientos renovadores que tuvieron su máxima visibilidad en las movilizaciones del famoso otoño caliente de 1970, que se comentarán más adelante.


Adolfo Pepe uno de los más prestigiosos investigadores de los acontecimientos sindicales italianos, ha señalado que es difícil encontrar un precedente sindical del Piano del lavoro, y apunta la tesis de que tanto Foa como Trentin (los principales científicos que enhebraron el plan) se inspiraron en el New Deal roosveltiano
[1]. Diremos, pues, que la entrada de Trentin en la vida sindical fue espectacularmente fecunda. Y para mayor información, su protagonismo en el tan mencionado plan lo hace con sólo veintitrés años. Lo que se dice una joven promesa, que ya indica por dónde irá su biografía. Con toda seguridad el lector, tal vez extrañado, habrá caído en la cuenta del conocimiento pormenorizado del jovencísimo Trentin de la situación norteamericana; pues bien, esta será una constante, también, en la vida y la obra de nuestro autor; en todos sus libros siempre se encontrará una referencia a los sistemas de organización del trabajo en las empresas estadounidenses más representativas; o, por cierto, las reiteradas citas que ofrece de los movimientos sindicales norteamericanos, los Industrial Workers of the World (los muy populares woblies) y de su máximo dirigente, Daniel de Leon: un intelectual venezolano de “buena” familia que, tras estudiar en Europa, marchó a los Estados Unidos y se puso al frente de las reivindicaciones del movimiento de los trabajadores.


En 1958 Trentin pasa a ocupar un puesto en el Secretariado nacional del sindicato. Son años duros para el movimiento organizado de los trabajadores; Di Vittorio ha muerto y la división sindical conoce fuertes asperezas y durísimos desencuentros. Y a pesar de que la CGIL sigue siendo, de largo, la primera organización sindical italiana, está afectada todavía por su clamorosa derrota electoral en la primera factoría del país, la Fiat, en 1956: un desastre sin paliativos que puso de manifiesto las debilidades del sindicato a la hora de entender los cambios que se iban dando en los centros de trabajo y en la condición asalariada. Sin ningún género de dudas, de tamaña derrota electoral el joven Trentin saca toda una serie de conclusiones (unas provisionales, otras definitivas) acerca de la necesidad de que el sindicalismo preste toda la atención a las transformaciones que se están operando en la fábrica y en la economía, en las personas y en el conjunto de la sociedad. El atento conocimiento de la “condición de fábrica” y su constante evolución será su leitmotiv. Las novedades que se operan en el sindicato ayudan en esa dirección, y principalmente son: a) el mensaje del último Di Vittorio señalando que, tras la derrota en Fiat, hay que “volver” a la fábrica y b) la entrada en los órganos dirigentes del sindicato de jóvenes valores como Luciano Lama y Bruno Trentin entre otros. Que nuestro hombre fuera elegido para el grupo dirigente del sindicato tuvo una gran importancia, toda vez que tuvo una posición de gran firmeza (sosteniendo a Di Vittorio, ciertamente) contra la posición de Palmiro Togliatti y del partido comunista italiano, que apoyó sin fisuras la intervención soviética en Hungría; y también la ruptura de lo que, en su día se llamó, la correa de transmisión del partido hacia el sindicato, como enérgicamente también formulara el maestro Di Vittorio sin esperar la celebración del congreso del partido comunista. No serán éstas las únicas asperezas que nuestro autor tendrá con sus compañeros de organización política; tiempo tendremos para comentarlas a su debida hora.


Desde 1962 hasta 1977, cuando han cambiado muchas cosas, ejerce los cargos, primero, de secretario general de la Federación metalúrgica (Fiom) y, después, secretario general de la Federación de los transportes marítimos (Film). Tal vez valga la pena explicar estos “saltos” en los puestos de responsabilidad. En el sindicalismo italiano siempre hubo una preocupación orientada a que nadie se encasillara para siempre en el mismo lugar. Por ejemplo, un sindicalista podía estar durante un cierto tiempo dirigiendo una organización territorial y posteriormente ponerse al frente de una estructura sectorial o federativa. Y digo más, una persona podía estar (como fue el caso de Trentin y de muchísimos más) en tareas de la máxima dirección confederal y, al cabo del tiempo, pasar a otra de rango inferior. Es decir, el escalafón era (y es) algo que no se les pasaba por la cabeza. Hoy se está en Roma y pasado mañana en un lugar de provincias donde se necesita la experiencia de alguien que tiene la cabeza bien amueblada. Por ejemplo, mi amigo Roberto Tonini dejó la secretaría general de la Región del Véneto, en la magnífica Venecia (que era su casa) para dirigir el sindicato de la Construcción del Lazio. Las consecuencias de todo ello parecen evidentes: se trata de interferencias a los problemas de burocratización que tienen todas las organizaciones (especialmente las más importantes), una mayor acumulación de experiencias diferentes y una “cosmovisión” sindical más completa. Que más tarde se completará con la formalización estatutaria de las incompatibilidades entre cargos sindicales y políticos e institucionales en la misma persona y en la fijación de un número limitado de mandatos en los órganos dirigentes. Un servidor ha hecho lo que ha podido para que tan seria experiencia pudiera ser compartida por el sindicalismo de aquí. Lo cierto es que me salí con la mía en el asunto de las incompatibilidades y la limitación de mandatos; pero en la quiebra del escalafonato sindical coseché un fracaso estrepitoso: de un lado, los entorchados y galones no son monopolio de los antiguos brigadieres, y, de otro lado, es casi seguro que yo debí expresarme de manera inconveniente.


Trentin deja el secretariado nacional del sindicato y, como se ha dicho, toma en sus manos la dirección de la potente Fiom. Es decir, un hombre de formación intelectual al frente de los trabajadores metalúrgicos de mono azul que, en aquella época, era el movimiento federativo más amplio en Italia y Europa. Ni que decir tiene que la vicisitud más llamativa del mandato de Trentin en la Fiom está en puertas de 1970: es el muy famoso autumno caldo, del otoño caliente que quedó acuñado definitivamente con ese idiolecto. Se trató de la movilización sindical italiana más importante en muchas generaciones de trabajadores. La primera conclusión (provisional, por supuesto) es que el conjunto asalariado había madurado la orientación del “volver a la fábrica” de mediados de los cincuenta. Y la segunda conclusión es que aquello fue posible por la irrupción en el escenario sindical de una generación de jóvenes trabajadores veinteañeros que vivían de otra manera los cambios tecnológicos y los procesos productivos.


Trentin y el grupo dirigente de la Fiom, se supone, han tomado buena nota de los acontecimientos del Mayo francés del 68 y de los resultados que aquello deparó al sindicalismo de sus amistades vecinas. Tengo la impresión (en todo caso, se trata de mi propia interpretación) de que nuestro autor vio que la experiencia francesa se caracterizó, en buena medida, porque la traducción de sus reivindicaciones a sólo mero salario fue absorbida en un breve espacio de tiempo, hasta el punto que las conquistas económicas se quedaron --hablando en plata-- a la Luna de Valencia; en los cuernos de aquella luna estaba la inflación y bajo tierra se situaban los poderes adquisitivos de los trabajadores franceses. Por ahí no se podía ir. Por otra parte, Bruno Trentin debió captar, en un momento determinado, que los sindicatos franceses parecían seguir algo así como el siguiente lema: caminemos divididos y golpeemos unidos, toda una constante que, aunque no es privativa de los franceses, tiene mucho predicamento en demasiadas latitudes. Ese camino tampoco era conveniente. De manera que era preciso darle muchas vueltas a la cabeza, pero no fundamentalmente en los necesarios gabinetes sino con los trabajadores (camachianamente hablando) de mono azul y bata blanca.


Naturalmente, el proyecto que va tomando cuerpo es el resultado de mucha semilla anterior, de no pocas experiencias vividas en los centros de trabajo. Ahora bien, la originalidad de lo que se va gestando radica (visto con los ojos de hoy) en que dicho proyecto es un encaje de bolillos entre la exigencia de los contenidos a negociar y las formas de organización del movimiento sindical. Es decir, las reivindicaciones y las formas organizativas no son dos variables independientes entre sí: no son dos inquilinos que viven en un común patio de vecinos sino la misma familia que habita en la misma casa. Y lo cierto es que tales o cuales reivindicaciones se ven acompañadas por formas unitarias que, incluso, van más allá de las confederaciones sindicales, es decir, lo que bien pronto empezó a conocerse como los consigli di fabbrica. Tamañas discontinuidades empezaron a poner nerviosos a más de uno, más de dos se encolerizaron, y más de tres hablaron de extremismo: todos ellos, según las categorías que estableció Josep Pla, de “amigos, conocidos y saludados” de Bruno Trentin. O sea, una buena parte de los órganos dirigentes del sindicalismo y un cacho no menos influyente de las direcciones de los partidos políticos de la izquierda. Los dos más notables, Agostino Novella y Giorgio Amendola, el primero había sido el máximo dirigente del sindicato hasta 1962, sucediendo a Di Vittorio; el segundo, el león napolitano del marxismo historicista y pieza clave del partido comunista.


¿Nuevos planteamientos reivindicativos? “Bien”, parecían decir los amigos, conocidos y saludados. ¿Reivindicaciones cualitativas? “Vale, vale”, condescendían con algún enfurruñamiento. Pero, ¿qué es eso de la anarquía de los consejos de fábrica? Ni hablar. El problema estaba, lógicamente, en que parece ser muy complicado eso de ponerle puertas al campo, especialmente si la gente del campo no las quiere. Y, paso a paso, el proyecto tomó espesor, configurándose una cultura unitaria que, desde abajo, influyó lo suyo en las estructuras dirigentes. Los renovadores vencieron elegantemente y, por así decirlo, las medallas se repartieron entre los amigos, conocidos y saludados amén de los que siempre creyeron en la renovación.


No es este el lugar más apropiado para explicar (sería verdaderamente pretencioso por mi parte) la naturaleza de aquel proyecto, ni tampoco de los grandes acontecimientos de aquel otoño caliente. El lector tiene sobradas fuentes de consulta para ello y, especialmente, lo que nuestro autor escribe en este libro y en la bibliografía de nuestro hombre que al final se expondrá. Tan sólo diré, con relación a ello, que tales movimientos fueron de gran importancia para las avanzadillas sindicales de nuestro país (todavía en pleno franquismo) y de lo que, posteriormente, fue Solidarnösc en su lucha contra el totalitarismo neostalinista polaco. En nuestro caso --especialmente en el conjunto del sindicalismo catalán-- la influencia y fuente de inspiración pudo tener algunas consecuencias positivas, concretamente en la mayor sensibilidad hacia el imprescindible gran tema de la unidad de acción. Lo cierto es que hasta las relaciones personales entres los dirigentes sindicales catalanes siempre fueron mejores que en otros lugares españoles: una relación que, pasado el tiempo, mantenemos Luis Fuertes, Paco Giménez y un servidor.


Bruno fue una persona muy respetada en el mundillo sindical de nuestros contornos. Hasta tal punto fue así que, a finales de 1976, se celebró en Madrid un encuentro, organizado por Euroforum, sobre las futuras relaciones laborales en España. Allí hablaron dirigentes empresariales, juristas del Derecho laboral y sindicalistas españoles de CC.OO., Ugt y Uso; el único forastero (consensuado por todos los de la familia sindical) fue nuestro autor. Un servidor que, asume la responsabilidad de la presente antología trentiniana, pensó que también podía publicarse su intervención. No importa que estemos hablando de una conferencia de hace treinta años: su actualidad, si se lee con atención, es bien visible, y me atrevería a decir que sigue siendo útil para las prácticas contractuales de nuestros tiempos. Y tres cuartos de lo mismo podría añadir recomendando otros textos de Trentin que se publicaron, con anterioridad a 1976, en la legendaria editorial catalana Nova Terra. Comoquiera que la vida tiene tantas vueltas, es un detalle simpático que en Nova Terra trabajara, sin percibir remuneración alguna como lo hicieron tantos jóvenes sindicalistas cristianos, el joven Rafael Hinojosa; hoy, Rafael Hinojosa, con ciertos años más, está ya jubilado, y siendo Presidente del Consell de Treball Econòmic i Social de Catalunya se editó en catalán una importante colección de trabajos de nuestro amigo italiano.

Pasada la etapa federativa, Bruno Trentin retorna al máximo órgano de dirección de la CGIL en 1977: está, pues, un poco más allá de la mitad del camino de la vida, como dejó dicho Dante. Lleva consigo un enorme bagaje de experiencias ampliamente contrastadas, y digamos que está en la madurez. Este es, sin embargo, un momento muy delicado para el sindicalismo italiano y, mucho más, para la CGIL. Los comunistas han alcanzado un importante éxito electoral un par de años antes, la situación económica italiana atraviesa una encrucijada dificultosa y los terrorismos de diversos grupos armados (en particular, las Brigadas Rojas) golpean violentamente a diestro y siniestro. Los dirigentes sindicales tienen, por ejemplo, grandes dificultades para hacerse escuchar en foros como los universitarios. Luciano Lama es agredido violentamente en las puertas de la Universidad de Roma y es salvado in extremis por el servicio de orden que ha organizado el sindicato, algunos de aquellos energúmenos están hoy en partidos del arco parlamentario, tan poco recomendables como lo eran los grupúsculos de la porra de antaño. Así pues, fuerte marejada política y grave situación económica que fuerzan al sindicalismo a un comportamiento que ya nada tiene que ver con el de los primeros años de esa década. Es il grande inverno que ha sucedido al otoño caliente. Luciano Lama propone lo que posteriormente se llamó la estrategia del Eur, el lugar donde se celebró un importante encuentro de dirigentes sindicales.


La estrategia de la CGIL --ya digo, conocida como el giro del Eur-- se basó grosso modo en que el sindicato asumía algunos problemas de gran relevancia, como por ejemplo, hacerse cargo de toda una serie de vínculos que venían impuestos por la dura situación económica con la intención de que se creara empleo mediante el despegue económico. Pero, si no voy errado, las limitaciones y debilidades de aquel giro fueron, entre otras, el oscurecimiento del papel y de los objetivos concretos (por ejemplo, las reivindicaciones) del sindicato. Y, por otra parte, aventuro la hipótesis --ciertamente, con la comodidad y el desparpajo de ver las cosas a toro pasado-- de la desconexión entre la estrategia global y la situación en el centro de trabajo. En resumidas cuentas, se proponía un proyecto general capaz de compatibilizar las macro magnitudes económicas sin referencia alguna con los “micro” problemas (los que afectan directamente a las personas de a pie). Visto desde ahora: estaba cantado que el recorrido fuera desde la indiferencia a la no asunción de lo que el sindicato había planteado. Justamente lo contrario del diseño y de las intenciones del Piano del lavoro. Porque el plan divittoriano, con todas sus imprecisiones y generalidades, sí fue capaz (ciertamente, en otro contexto diferente) de provocar un amplio movimiento de masas en exigencia de empleo industrial, reparto de la tierra y modernización de las estructuras del Sur. No digo que consiguiera sus objetivos, afirmo que se puso en marcha una exigencia colectiva por todo ello. O sea, Di Vittorio fue capaz de darle tangibilidad al proyecto, mientras que Luciano Lama, que tantas similitudes tuvo con su maestro, no pudo ofrecer que la palabra se hiciera carne. También en este caso, es mejor que el lector interesado en estos grandes acontecimientos acuda a la abundante literatura trentiniana y saque sus propias conclusiones
[2].


En 1988 nuestro hombre es elegido secretario general de la CGIL, sucediendo a Antonio Pizzinato. No me explayaré en esta parte biográfica porque el lector catalán tiene sobrado material para consultar. Pero sí merece la pena resaltar algo de extraordinaria importancia para la vida de la CGIL: en un momento determinado del mandato de Bruno, ya secretario general, propone la disolución de la llamada componente comunista en el seno del sindicato. Como es sabido, en esta organización existían desde los tiempos fundacionales tres corrientes políticas: los comunistas, los socialistas y una tercera que estaba formada por dirigentes sin partido o de organizaciones menores. La verdad sea dicha: más allá de alguna que otra escaramuza interna, nunca hubo peligro de que aquello se rompiera. La exquisitez y bien hacer de todos los dirigentes de la CGIL y el sentido de la unidad construyeron un acervo de común pertenencia a la casa. También en esto el maestro Di Vittorio dejó clara su enseñanza. Y el mismo Trentin fue una persona querida y respetada por todas las componentes de la CGIL. Parece que estoy viendo a Bruno recibiendo de manos de Ottaviano del Turco, socialista, un magnífico regalo como prenda de amistad de todos sus compañeros de partido durante el congreso del sindicato en Rímini: una pipa (más bien, una cachimba) que había sido propiedad del presidente Sandro Pertini. La señora Pertini se la dio a Ottaviano para que se la entregara al primer espada de la CGIL. Desde luego se trataba de una herencia entrañable; y, dicho sea de paso, nadie fumó en pipa con tanta clase como el presidente Pertini.


Lo cierto es que hacía ya muchos años que las diversas componentes políticas, aunque existían formalmente, pintaban poca cosa. Eran algo así como vestigios de las antiguas tradiciones, dado que las decisiones se tomaban sólo y sólamente en la casa sindical. Hasta tal punto era así que, al igual que antaño se enfrentaron Di Vittorio y Togliatti, Lama y Berlinguer, también Trentin tuvo sus contrastes ásperos con Achille Occhetto. En definitiva, la CGIL era un sujeto social plenamente soberano. Pero comoquiera que seguían existiendo las componentes, nuestro hombre propone (y consigue) la desaparición de la corriente comunista en el interior del sindicato, dejando en evidencia a los responsables de las otras componentes. La operación trentiniana fue más allá del puro formalismo de enterrar lo que había muerto muchos años atrás. Fue una inequívoca señal que indicaba un mensaje al futuro: al sindicato le legitiman los trabajadores con sus comportamientos, y no alguien que está fuera de la casa. El razonamiento venía a ser, si yo lo interpreto adecuadamente, éste: quienes se afilian a la casa sindical lo hacen en virtud de un nexo social y no a través de un vínculo político partidario; el pluralismo ya no es de naturaleza ideológica sino social y cultural. Ni que decir tiene que este planteamiento se venía proponiendo desde hacía algunas décadas, pero la existencia de las componentes lo oscurecía formalmente. Así pues, dicho y hecho: nadie lloró en dicho entierro y la casa se quitó un (veterano) muerto de encima.


En 1994 Bruno Trentin deja la más alta responsabilidad en la CGIL y da paso a Sergio Cofferati. Nuestro hombre, posteriormente, aceptará el encargo de formar parte de la lista de sus amigos, conocidos y saludados para las elecciones europeas.



Segundo


Yo diría que el lector tiene ya un aproximado conocimiento de algunas vicisitudes de la vida de Bruno Trentin. Creo, por tanto, que convendría darle ahora el acompañamiento --por supuesto, con trazos de brocha gorda-- de los elementos teóricos que nuestro autor ha propuesto a lo largo de una fecunda elaboración, expuesta en artículos periodísticos, revistas especializadas, libros y actos de la más variada significación, incluyendo su actividad académica. Esta antología intenta ser representativa del discurso trentiniano. Nuestro hombre se lo merece y también los lectores.


En todo caso, me parece necesario hacer un brevísimo bosquejo de la personalidad intelectual de Bruno Trentin. La primera característica es, sin lugar a dudas, su fortísima independencia intelectual. Hasta tal punto es así que nunca fue considerado por los conocidos y saludados de la (itinerante) familia política en la que está afiliado desde hace cincuenta y cinco años como uno de los suyos o plenamente de los suyos. Salvando todas las distancias que se quiera, recuerda en parte la independencia de pensamiento de Karl Polanyi que nunca se casó ni con los romanos ni con los cartagineses. No se trata, en ambos casos, de una cómoda estética equidistante; es, tal vez, el rechazo de todo tipo de maniqueísmo. Esta forma de ser de ambos resulta más complicada en el caso de nuestro autor porque ha sido siempre un hombre (en plural) de organización. Mientras que Polanyi iba totalmente por libre. La segunda consideración es que, en el caso de nuestro autor, esa independencia de criterios ha sido extremadamente útil al movimiento organizado de los trabajadores. La razón, a mi parecer, es bien sencilla: la línea conductora “reflexiono sobre lo que veo”, “propongo”, “decido con los demás” y posteriormente “verifico los resultados” es (dicho gramscianamente) la praxis de Trentin. De manera que el itinerario de la reflexión-propuesta-decisión-verificación es quien construye la línea de conducta de Bruno Trentin. Y digo que es útil porque todo el recorrido no viene prejuiciado por ningún tipo de consciente apriorismo. No sabría decirlo con precisión, pero intuyo que esa actitud es la que lleva a nuestro autor a insistir con mucha cabezonería en la necesidad de los vínculos y compatibilidades de todo el cuaderno reivindicativo que el sindicalismo pone encima de la mesa a la hora de negociar con su contraparte. Este es un elemento que descuidamos los sindicalistas de mi generación, y es posible que lo hayamos dejado en nuestro abstracto testamento a las nuevas generaciones.


Cuando yo no tenía otra cosa que hacer me ponía a considerar en qué “escuela” de pensamiento podía estar encuadrado Trentin. Confieso que sigo sin saberlo. De manera que, posiblemente, mi pasatiempo sea una forma simpática de pasar el rato. En todo caso, a un marxista ortodoxo le sorprenderá sus amables referencias a figuras como, por ejemplo, Rosa Luxemburgo o Karl Korsch, de los que también toma sus distancias. Por otra parte, los amigos incondicionales de Gramsci puede que encuentren piedra de escándalo que Trentin se distancie del autor de los “Cuadernos de la Cárcel” en torno al americanismo y el taylorismo. Y es que Bruno ofrece las suficientes pistas para pensar que es ante todo un libertario. Lo que ocurre es que esta palabra tiene, en Catalunya y España, unas connotaciones (lo suficientemente conocidas entre nosotros) que podría despistar, si lo mantenemos así, a más de uno. Naturalmente, entiendo por libertario lo definido en su sentido primigenio: la libertad ante todo. Léase, para mayor abundamiento, su ensayo La libertad como apuesta del conflicto social. Así pues, y yendo por lo derecho: Trentin no es encuadrable, al menos en las convenciones académicas al uso. Pero sí diré que es una “esponja”, capaz de absorber las mejoras prácticas y experiencias de todo lo que se ha movido desde la izquierda y el progreso: Marx y los woblies, en los lejanos antaños; los padres fundadores del sindicalismo italiano y Antonio Gramsci; Di Vittorio y Foa; las corrientes de la izquierda minoritaria que “no ha vencido” y los movimientos de trabajadores de ayer y hoy. Atención: cuando hablo del Trentin-esponja no se me pasa por la cabeza que huela a sincretismo ni a mezcla irregular de contenidos. No, la cosa es formalmente más sencilla: la savia capacidad de incorporar aquellas zonas de razón práctica de todo lo que cuenta con un punto de vista fundamentado de cara a la humanización del trabajo, la autonomía de la persona y el universo de los derechos.


Debo aclarar a un hipotético despistado que Trentin es, ante todo y sobre todo, un sindicalista. Es decir, una persona que elabora unas demandas concretas; que se sienta a negociar con la contraparte; que firma unos determinados acuerdos; que organiza y convoca el conflicto social cuando entiende que se han cerrado las puertas a cal y canto, pero que, simultáneamente, es el hombre de las mediaciones. Lo que excluye, por supuesto, la introversión intelectual. Por ejemplo, en algunos de los trabajos que publicamos en este libro, nuestro autor explica que se reúne con los chicos y las chicas para conocer de primera mano los problemas de los pizzeros, los pinchadiscos de las discotecas, los chavales que trabajan en los mcdonalds, los que diseñan los planes informáticos, los estudiantes de los institutos… Es decir, toda la variedad juvenil del Arca de Noé, que están encantados de la vida de encontrarse con uno que les habla sin concesiones ni paternalismos; con alguien que no les explica las batallitas del abuelo Cebolleta de los viejos tiempos. De ese mantillo saca Bruno Trentin sus reflexiones y propuestas. O sea, tres cuartos de lo mismo de cuando, siendo el máximo dirigente de los metalúrgicos, preparaba el convenio colectivo en reuniones y asambleas de trabajadores. De donde podemos presumir que las plataformas contractuales, desde el inicio hasta el final, no eran el resultado de un encuentro entre notables, pongamos por ejemplo entre Pedro y Pablo. La materia a negociar quería ser el resultado de la discusión informada y de un debate que proponía las prioridades y los vínculos entre unas y otras materias. Lo que viene a explicar, en mi opinión, que una cosa es un sindicato de los trabajadores y otra cosa es un sindicato para los trabajadores. O, dicho de un modo menos directo: no es lo mismo un sujeto legitimado por las personas que quien se auto legitima así mismo.


Por último, en estos aspectos, importa añadir que Trentin ha sido siempre un sindicalista que ha hablado con enorme claridad y sin concesiones a la galería, papanatas incluidos. Junto a Luciano Lama salió a la escena, ya en los primeros momentos, atacando con dureza lo que se llamo el terrorismo rojo: el de las Brigadas Rojas y otros grupos. Uno y otro afirmaron que no eran compagni che sbagliano (compañeros equivocados) sino terroristas puros y duros: enemigos declarados de la democracia y las libertades. Lo dijeron mucho antes que tales asesinos mataran a Guido Rossi en Génova o le hicieran la vida imposible a mi amigo Claudio Sabattini, destrozándole la cara y las manos en varias ocasiones.


En otro orden de cosas, nuestro hombre no dio cuartelillo a las expresiones corporativas de algunos sectores asalariados. De ahí su insistencia en el sindicato general, esto es, el sujeto que asume las más variadas demandas y deseos, incluso personales, de los trabajadores. Una expresión clara, como quien da a entender (esta es mi particular interpretación) que, en cierta medida, los descuidos del sindicato podrían estar en la base del nacimiento y extensión de determinados corporativismos y particularismos. Y, por otra parte, atiza sonoros coscorrones a toda una serie de investigadores sociales que, como Rifkin, hicieron su agosto anunciando que había muerto el trabajo asalariado; por no hablar de la literatura apocalíptica à la Forrestier, que tuvo un cierto predicamento en determinados grupos.

Hasta aquí los trazos de brocha gorda sobre la personalidad intelectual de nuestro autor. De modo que ya va siendo hora de entrar en las ideas fuerza que Trentin ha ido condensando a lo largo de toda su vida militante. Creo que esta antología ofrece elementos más que suficientes para que el sosegado lector sepa a qué atenerse. De todas formas, para mi paladar, la obra más acabada es La città del lavoro (Feltrinelli, 1997). Me permito un guiño para quienes siguen en la cofradía de poner etiquetas y desparpajadamente consideran a Trentin como un reformista, en su chocarrera acepción antigua, esto es, como sinónimo de social traidor o cercano al colaboracionismo. Ese viejo león de la izquierda que es Pietro Ingrao, tras leer este libro, afirmó que debería estar en la cabecera de toda la izquierda: la social y la política. Y, como es sabido, el maestro Ingrao ni tuvo ayer ni tiene hogaño pelos en la lengua. Más todavía, el viejo león lo dijo cuando sus relaciones políticas con Trentin ya no se caracterizaban por los acuerdos de otros tiempos. Ahora bien, mientras esperamos que alguna editorial, o alguien con posibles, edite La città del lavoro (atendiendo las sugerencias indirectas del profesor Antonio Baylos, que siempre lo tiene presente en su aparato de citas), sí estamos en condiciones de recordar que, con esta antología, el lector tendrá una idea cabal del corpus teórico de Bruno Trentin. Mientras tanto, es posible que Antonio Baylos y un servidor nos convirtamos en una orden mendicante buscando desesperadamente quien pueda editar el libro del maestro. Estando, pues, a la espera de tamaña epifanía, los rasgos más fuertes del pensamiento de Trentin son los que vienen a continuación.


1.-- El movimiento obrero tradicional (sindicatos y partidos) ha sido cooptado culturalmente por el sistema de organización del trabajo del fordismo-taylorismo, a lo largo de todo el siglo pasado. Es decir, ha sido un sujeto, en los terrenos políticos y sociales, subalterno de un sistema que, desarrollándose en el centro de trabajo, atravesaba la vida social y cultural urbana. Ahora bien, si bien la potente y vertiginosa innovación tecnológica ha enviado al otro mundo el fordismo (que está definitivamente en crisis), el taylorismo sigue vivo y coleando, lógicamente con otro pelaje y colorido. De manera que, por decirlo en palabras llanas, la más famosa “pareja de hecho” del siglo XX (el taylorismo y el fordismo) se ha roto. Sin embargo, los rasgos fundamentales del taylorismo --la rígida división técnica de las tareas y de las funciones, construidas con una extremada parcelación y la no menos rígida división jerárquica del trabajo con el secuestro de saberes y autonomía que hace, abrupta o sutilmente el vértice del management-- están ya en crisis tras los últimos coletazos de la producción en masa y estandarizada. Así pues, los nuevos imperativos (la cualidad del producto y la cualidad del trabajo) exigen un nuevo modo de trabajar, esto es “un trabajo dotado de capacidad polivalente, capaz de expresarse libremente y enriquecer el concreto “saber hacer”, si es que se quiere adaptar a los cambios y a la necesidad de saber “resolver los problemas”. Todo ello, afirma Trentin, se confronta con el dogma taylorista, todavía mayoritario en el management.


Pero, tras la desaparición gradual del fordismo y las potentes inercias del taylorismo se abren algunas interrogantes. Por ejemplo, si se comparte dicha tesis, es lógico que nos preguntemos: ¿las prácticas contractuales, en sus diversos escenarios, entre los agentes sociales y los operadores económicos, responden a esa consideración? ¿es aventurado afirmar que los contenidos negociales son todavía, por lo general y salvadas algunas excepciones, de naturaleza fordista? Más madera: si el taylorismo sigue vivo y coleando, aunque no con los tonos hoscos de ayer ¿podemos entender que es un sistema que se da por sentado por los siglos de los siglos? En caso contrario, ¿es posible --y de qué manera-- superar definitivamente el taylorismo? Y, hablando sin pelos en la lengua: ¿es posible tirar ya a la papelera el historicismo del siglo XX, que ha impregnado la gran mayoría del movimiento de los trabajadores, que consideraba dicho sistema de organización del trabajo como santo, santo, santo?


Desde luego, no se trata de planteamientos academicistas sino de saber en qué etapa se encuentran los cambios tecnológicos, los sistemas organizacionales, las transformaciones en la condición asalariada y, por consiguiente, qué contenidos deben tener, estando así las cosas, los procesos contractuales. En otras palabras, si todo ha cambiado, las demandas no pueden tener (si es que esto es así) una naturaleza fordista. Desde luego, pasar a un nuevo paradigma contractual es un reto inaplazable para todos los que intervienen en los lados diversos de la mesa de negociaciones. Todo un reto, ciertamente. Pero que también afecta al mismísimo corazón del Derecho laboral que, según el maestro Umberto Romagnoli está, por razones diferentes, “en el congelador”: una reflexión que desafía a los operadores jurídicos y particularmente al iuslaboralismo.


Ocurre, no obstante, que no es concebible una renovación del iuslaboralismo si la negociación colectiva (no se olvide que es “fuente de Derecho”) no alimenta a aquel de manera conveniente. De modo que si se desea descongelar el iuslaboralismo, no hay más cera que la de la profunda reforma de los contenidos de la negociación colectiva. Sobre ello no tardaremos en hablar.


2.-- Afirma nuestro autor: tal como están nuestros tiempos es urgente proponer que el contrato de trabajo tenga otro carácter. Aclaremos la terminología, Trentin no está hablando de crear otro tipo de contrato, sino darle al contrato de trabajo otra naturaleza. El razonamiento es de largo respiro: las grandes transformaciones que están en curso, cada vez más vastas y vertiginosas, requieren que el viejo instituto del contrato de trabajo ofrezca, como mínimo, las mismas garantías que tuvo el de antaño, todavía vigente. Porque no es simétrico que si todo ha mudado, el contrato de trabajo siga exactamente igual que en los tiempos del ya fenecido fordismo. Dejaré las cosas aquí, porque pienso que el lector debería acudir para una mejor precisión a la lección magistral que nuestro autor pronunció en la Universidad de Venecia (Ca’ Foscari) con motivo de su nombramiento como Doctor Honoris Causa.


Tengo para mí que esta propuesta (el nuevo carácter del contrato de trabajo) podría ser la madre del cordero cuando se habla de reformas estructurales, dos palabras que se están convirtiendo ya en palabrejas de tan sobadas como están y tan ausentes de contenido real.


3.-- Sin lugar a dudas, la negociación colectiva es la actividad fundamental del sindicalismo confederal. Nuestro autor (de manera insistente) propone que el aspecto central de dicho instituto sea la formación a lo largo de la vida laboral de cada persona. De un lado, se trata de hacer frente a los gigantescos procesos de innovación tecnológica; de otra parte, pone especial énfasis en que se aborden los grandes temas de la flexibilidad, que ya no es un acontecimiento puntual sino “fisiológico”. Trentin argumenta tesoneramente que hay que negociar la flexibilidad para que ésta no se convierta en una patología sino en una fuente que ofrezca oportunidades de autonomía y promoción. De ahí la importancia que concede a la formación no sólo como puntal ineludible de la negociación colectiva sino de todas las políticas de welfare state.


Las reflexiones trentinianas sobre la flexibilidad son especialmente tan necesarias como oportunas, toda vez que mayoritariamente el sindicalismo europeo todavía no acaba de coger ese toro por los cuernos. De ahí que tal debilidad sea aprovechada por las (diversas) contrapartes de una manera unilateral. Así las cosas, un servidor piensa que no es aventurado decir que allí donde se produce un mayor descuido en relación a este asunto (la flexibilidad) el sindicalismo confederal pierde poder de negociación y está en peores condiciones para abordar la formación “a lo largo de todo el arco de la vida laboral”.


4.-- Vale la pena prestar la mayor atención en todo el razonamiento de nuestro hombre a la gran cuestión de los tiempos de trabajo. También en este tema Trentin polemiza sin ningún tipo de concesiones a la galería, sobre todo contra quienes han convertido la semana de 35 horas en pura mitomanía.


Ni que decir tiene que Bruno Trentin es partidario de la reducción de lo que, en la jerga más común, se llama la jornada laboral. Sin embargo, la concepción del autor es más amplia y supone una discontinuidad conceptual: se trata del tiempo de trabajo. Que no es exactamente lo mismo que la tradicional formulación de la jornada laboral. Una aportación (que viene haciendo desde hace ya muchos años) que está estrechamente vinculada al conjunto de las variables de los sistemas de organización del trabajo y a los tiempos de vida o existenciales, esto es, de no-trabajo. Como se ha dicho, nuestro autor es partidario de la reducción de los tiempos de trabajo, pero insiste que es más fundamental el control del tiempo por parte de los trabajadores.


La cosa, en efecto, es de la mayor importancia, máxime en estas épocas de llamativos y poderosos ataques a la reducción de los tiempos de trabajo en cuantiosas empresas alemanas y francesas. Unas amenazas que han cogido al sindicalismo de improviso y que, de momento, se están saldando con notables derrotas del movimiento de los trabajadores. No sólo porque no se avanza sino porque, incluso, se están dando importantes retrocesos; la amenaza es clara: o se aumenta el tiempo de trabajo o deslocalizamos la empresa (o parte de la misma) a otras latitudes. Importante, además, porque nunca como ahora ha habido tanta saturación de trabajo por hora realizada merced a la versatilidad y eficiencia de las nuevas tecnologías. Como alguien acostumbra a decir, el tiempo en el centro de trabajo ya no tiene las porosidades de antaño.


Hablando en plata: el movimiento sindical, a mi juicio, tiene un enorme retraso (otra herencia inconveniente que dejamos los sindicalistas de mi generación) con relación a este tema. De un lado, la literatura contractual sigue formulando unos tiempos de trabajo como si todavía se estuviera en pleno paradigma fordista; de otra parte, sigue invariable en lo esencial frente a la emergencia de las nuevas subjetividades (especialmente, las mujeres y los jóvenes) que tienen una concepción diferente de los tiempos de trabajo. Uno de los más prestigiosos sindicalistas europeos (el español Isidor Boix) llamó la atención hace ciertos años al respecto con motivo de la negociación del convenio colectivo de la empresa Michelin, de Vitoria. Nunca se cansa de explicar que, en los debates previos de aquella negociación, era bien visible que hablaban sobre este tema de manera diversa los trabajadores veteranos y los jóvenes veinteañeros.


Pero también el sindicalismo tiene una asignatura pendiente en este asunto. Trentin, por ejemplo, refiere que siempre hubo un vínculo (más o menos aproximado) entre la exigencia de reducir la jornada laboral y algo: algo que iba cambiando con el paso de los años. En el caso de nuestro país, la cosa es también muy clara: primero estuvo relacionada frente a las larguísimas jornadas laborales; más tarde, los viejos anarcosindicalistas barceloneses de la segunda década del siglo pasado libraron la conocida movilización de los Tres Ochos (ocho horas de trabajo, ocho de tiempo libre y ocho de descanso) que, con sus limitaciones, parecía indicar una primera aproximación entre tiempos de trabajo y tiempos de vida; para, mucho más adelante, buscar intuitivamente lo que se nos antojaba una ecuación virtuosa, el vínculo entre trabajar menos horas para que trabajen más personas, que los cambios tecnológicos pusieron en radical entredicho.


El caso es que --ésta es una suposición personal-- hoy nos encontramos sin saber qué vínculo se propone entre la reducción del tiempo de trabajo y algo: se trata de una limitación que pesa como una losa de mármol sobre las exigencias sindicales. Mientras tanto, las demandas sindicales siguen, por lo general, o ralentizadas o sin proponer las compatibilidades entre tiempo de trabajo y conjunto de las variables de los sistemas de organización del trabajo, o una conducta que sea capaz de aprehender de qué manera quieren vivir los tiempos las diversas tipologías del trabajo asalariado.


5.-- Con los datos que tengo en la mano, puedo decir que Bruno Trentin es el sindicalista que más ha escrito sobre el Estado de bienestar. Y algo más, en todos y cada uno de sus trabajos siempre habrá una referencia pormenorizada a los problemas de (en su sintaxis) el welfare state. Es decir, toda la construcción trentiniana (aunque verse sobre temas monotemáticos, por ejemplo, los contenidos de la negociación colectiva) tiene como telón de fondo el welfare state. De ahí que, también, la obsesionante propuesta de la formación “a lo largo de toda la vida laboral” sea una estrofa recurrente. La razón no es otra que la redefinición de un moderno sistema de protecciones a la luz de lo que es la constante de nuestro autor: estamos en un nuevo paradigma, el gigantesco proceso de mutaciones de las innovaciones tecnológicas que han enviado al otro mundo el fordismo y puesto en crisis el taylorismo.


Y comoquiera que la famosa “pareja de hecho” ya no es lo que era, su notario (el welfare state) está sumamente envejecido y ya no ofrece las tutelas de antaño. El lector hará bien en acudir directamente a la literatura de nuestro autor. Pero sí quiero traer a colación otra “anomalía” de nuestro hombre. Por lo general, los sindicalistas europeos han sido (y todavía mantienen esas composturas) un tanto jacobinos, dicho sea en su versión centralista y centralizante. Es algo así como un código genético que sigue impregnando una buena dosis de las prácticas del Gotha sindical de todas las habitaciones de la casa sindical europea. Trentin se escapa de esa tradición, así en los aspectos de la negociación colectiva como en los planteamientos del Estado de bienestar. Lo que para los sujetos sociales y las organizaciones empresariales catalanas es un soporte en toda la regla.


Nuestro autor nos habla principalmente de un welfare descentralizado, donde las “regiones europeas” y las administraciones locales tengan una parte importante de competencias con sus respectivas dotaciones financieras para llevarlas a la práctica. Hasta donde yo conozco, sólo el sindicalismo confederal catalán ha hecho propuestas similares; y, en el terreno político, quien más se ha aproximado a ello ha sido Raimon Obiols, especialmente en un libro (poco citado por sus parciales) como es Los futuros imperfectos (1987).


Y, como no hay dos sin tres, vale la pena resaltar que el “anómalo” Trentin no se anda con miramientos a la hora de proponer lo que nadie del mundillo sindical europeo ha planteado hasta la presente y que tiene todos los componentes de una sonora provocación, lo que nuestro autor llama favorecer el envejecimiento activo con carácter voluntario, por supuesto. Para los polemistas que sacan las cosas de su contexto debe repetirse que se trata, en efecto, con carácter voluntario. La polémica tesis que se plantea es: en determinados sectores se puede seguir trabajando más allá de la edad, considerada legalmente de jubilación. Y dejemos las cosas así con el ánimo de que el lector acuda a la fuente más autorizada que es el autor.


6.-- El sindicalismo debe organizar nuevas formas de representación, subraya “parenéticamente” nuestro autor. De un lado, las grandes convulsiones tecnológicas y de los sistemas de organización del trabajo y, de otra parte, las nuevas expresiones emergentes del trabajo fuerzan al sujeto social a una autorreforma organizativa que tenga la mayor simetría con el “trabajo que cambia”. Esto es, si la morfología del centro de trabajo es ahora irreconocible para quien no se haya dado una vuelta por ahí en unos cuantos años, es necesario y urgente acomodar las expresiones del movimiento organizado de los trabajadores a tanto ajetreo; si vivimos en un universo caracterizado por la aparición de múltiples desagregaciones laborales y de tan diversas tipologías asalariadas nuevas, no es posible que se siga manteniendo una forma-sindicato, más o menos igual a la que tenía cuando las nieves de antaño.


Trentin sabe no poco de estas cuestiones. Quien estuvo en primera línea (ya lo hemos indicado más arriba) en la auto reforma organizativa del sindicalismo italiano, a principios de los setenta, con la experiencia de los consigli di fabbrica, dispone de la suficiente autoridad para insistir en el tema. Fue aquella una experiencia (no sólo organizativa, evidentemente) que empezó en la organización sindical de los metalúrgicos. En mi opinión cubrió, como mínimo, los siguientes objetivos: 1) acomodó la organización a los cambios en la fábrica, 2) dio una gran amplitud y densidad a la representatividad de la representación en el centro de trabajo, 3) creó una fuente añadida de independencia y autonomía al sindicalismo, 4) democratizó las formas de la representación y 5) fortaleció los vínculos unitarios del movimiento y del propio sindicalismo.


Pues bien, la pregunta es: ¿tras tanto cambio de los últimos tiempos, hay que seguir insistiendo en el mantenimiento de la actual forma-sindicato? El maestro Trentin insiste en la necesidad de la auto reforma. Y lo hace con tanto coraje como en su día lo hiciera nuestro Joan Peiró a pesar de las caras de pomes agres de no pocos de sus compañeros de la legendaria CNT en su famoso Congreso de Sants. En efecto, Peiró tuvo que sudar la gota gorda para que sus compañeros admitieran este razonamiento: ¿qué sentido tiene mantener los sindicatos de oficio cuando la organización del trabajo ha cambiado?, y ¿qué utilidad nos puede deparar si hasta los empresarios se organizan en federaciones de toda la industria de sector? Y sin embargo, lo que al maestro vidriero le parecía de cajón, se retorcía en discusiones inacabables que, en el fondo, manifestaban perezas intelectuales o viejos intereses “de cuerpo”. Finalmente, Peiró acabó saliéndose con la suya.



7.-- La autorregulación de la huelga sale con toda su fuerza en los dos apasionados coloquios con los estudiantes que publicamos en este libro. Al lector poco avisado hay que aclararle que esta autorregulación no significa abandonar el derecho al ejercicio de la huelga; se trata de ver la manera de cómo realizarla en determinadas circunstancias. Esta es una tesis y, sobre todo, una generalizada praxis del sindicalismo confederal italiano que tiene su aplicación especialmente en los servicios públicos de la comunidad. En la elaboración italiana de los diversos modelos autorreguladores del conflicto social han participado conjuntamente sindicalistas y iuslaboralistas mediante una colaboración que no tiene paralelismos con otros países europeos. Eminentes juristas como Umberto Romagnoli y Gino Ghezzi, entre otros, han trabajado codo con codo con lo más granado de las direcciones sindicales, dejando una dogmática jurídica y una serie de propuestas que son, en nuestro caso, suficientemente conocidas por los estudios que han hecho los profesores Rodríguez-Piñero y Baylos Grau, y en el caso catalán por Miquel Falguera y Eduardo Rojo, entre los más perseverantes.


¿De qué se está hablando? Chispa más o menos, de lo siguiente: quien convoca el conflicto, lo gestiona. Ahora bien, no es lo mismo el ejercicio de la huelga en una empresa, digamos, metalúrgica que en una que ofrezca servicios públicos. Esta es la razón: en el primer caso, existen dos sectores en confrontación, los asalariados y la contraparte; en el segundo escenario están los asalariados, la empresa de servicios públicos y los usuarios. En ningún caso se debe renunciar al ejercicio (constitucional) de la huelga. Pero los códigos de conducta de cómo convocar la huelga y de qué manera llevarla a cabo deben ser diferentes. Primero, por el carácter público de la empresa; segundo, porque no se puede dejar tirados en la cuneta a los usuarios; tercero, porque si no se tiene en cuenta ese universo de los usuarios o, peor aún, si se les convierte en una especie de rehenes, se produce una enorme bolsa de hostilidad contra las demandas del movimiento de los trabajadores y contra el mismo sindicato. Por ejemplo, ¿es de sentido común realizar la huelga de transportes cuando centenares de miles de trabajadores se disponen a irse de unas (bien merecidas) vacaciones haciéndoles algo más que la pascua? o ¿es solidario encadenar indiscriminadamente una huelga en la Sanidad? Bruno Trentin responde enérgicamente que la comunidad debe tomar cartas en el asunto cuando se producen esas situaciones, aunque no va más allá de dicha advertencia.


También en el caso de la autorregulación de la huelga, el sindicalismo catalán ha sido el más avanzando en nuestro país. No obstante, tengo la impresión que éste es un guadiana que se mete en tierra y reaparece de vez en cuando sin acabar de perfilar una conducta práctica. Y, en este caso, más vale decir las cosas por su nombre: si no existe una autorregulación de la huelga en Catalunya, las responsabilidades no están en el sindicalismo.


Lo cierto es que quienes se pasan más de media vida exigiendo que el sindicalismo se modernice, se tambalean cuando éste propone algo profundamente renovador. Digamos que la exigencia de modernización es más bien “de boquilla”, de cara a la galería. En el fondo se prefiere un sindicato desfasado porque, de esa manera, se reduce su representatividad y su poder de negociación. Porque, fracasados los intentos (aunque nunca de manera definitiva) de domesticar al sujeto social, es más conveniente que se quede con unos conocimientos, limitados a la regla de tres compuesta. Ir más allá de tan venerable algoritmo produce escalofríos. Voy a lo siguiente: se remolonea ante la propuesta de autorregulación de la huelga porque ello daría un gran protagonismo al sujeto social, una capacidad de establecer amplias alianzas y, sobre todo, una superior legitimidad de las demandas sindicales en su relación con las formas de movilización. Por eso, pienso que es imprescindible que el guadiana vuelva a salir a la superficie, también con el ánimo de poner en un brete a quienes remolonean más de lo conveniente, al tiempo que plantean la vacuidad de unas reformas estructurales que recuerdan el dicho portugués: muita parra e pouca uva.


8.-- El tema de los saberes y conocimientos atraviesa toda la literatura trentiniana. Su ambiente familiar (su padre, Silvio, catedrático; su hermana, Franca, profesora) tuvo que influir enormemente en el carácter de Bruno y en la importancia que siempre ha dado a la cultura. Digamos que este es un aspecto que conecta con las mejores tradiciones del sindicalismo catalán con su potente tejido de bibliotecas y ateneos, por ejemplo.


Es de notar que donde nuestro autor pone el acento con mayor energía es en la necesidad de romper la tendencia a la separación que puede provocar los nuevos aparatos tecnológicos, de ahí su insistencia en romper la brecha digital. Y no seguimos insistiendo en este aspecto, toda vez que hemos hablado largo y tendido de su recurrente discurso sobre la formación a lo largo de todo el arco de la vida laboral. No obstante, es preciso llamar la atención que Trentin coloca el acceso a los saberes y conocimientos en lugar destacado del elenco de nuevos derechos de ciudadanía, dentro y fuera de los centros de trabajo. De manera que no sería inadecuado, en mi opinión, que el sindicalismo estableciera las bases para conseguir lo que podríamos denominar el Estatuto de los saberes con el objetivo siguiente: más saberes y más conocimientos para todos.






* Publicado en el libro “Antología de Bruno Trentin”. Fundación Sindical de Estudios, Madrid 2007


[1] Adolfo Pepe: Il Patto di Roma e il sindacalismo confederale (Seminario sobre el Pacto de Roma, del 8 de junio de 2004) Publicado por la Fondazione di Vittorio.
[2] Bruno Trentin, Il coraggio dell’utopia (Rizzoli, 1994)